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Vaguedad conceptual y falta de valores, la ‘efectiva’ nueva política

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El 19 de Junio será el ballotage en Colombia para elegir quien gobernará el país los próximos 4 años. Gustavo Petro (quien obtuvo el 40% de los votos en la primera vuelta), ex congresista, ex alcalde de Bogotá, y antiguo miembro de la guerrilla urbana M-19, lidera la coalición de izquierda Pacto Histórico. Es su tercer intento de llegar a la presidencia, con un programa que plantea reformas profundas al modelo económico, productivo y social. 

Su contrincante será Rodolfo Hernández (28% en las elecciones para “el Trump Colombiano”), quien se presenta como un outsider pragmático. Ingeniero civil, empresario y también ex alcalde (rodeado de una meritocracia valorada por su gestión), Hernández se declara desideologizado, ajeno al establishment y a los partidos tradicionales, con una retórica temperamental fuerte y un discurso directo a través de redes sociales, enarbolando principalmente la bandera contra la corrupción.

Como ocurre en la mayor parte de las latitudes del planeta, han quedado afuera los tibios centristas (Sergio Fajardo se desinfló en las últimas semanas) y el statu-quo inoperante (‘Fico’ Gutiérrez, quien contaba con apoyo de los partidos tradicionales, quedó tercero a 5 puntos de Hernández). Es la hora de la revolución y el caos, la ruptura más grande con lo que había. Que todo cambie (¿Para que nada cambie?). Es que ahora que pasó el ‘huracán’ de la primera vuelta, no son pocos los que se plantean que hay cambios que son al vacío, que son ‘suicidios políticos’. Y ello no solo genera duda y temor, sino también la necesitad de autogenerarse un halo de pseudo-seguridad que ate de nuevo al votante a la ‘firmeza’ que implica el pasado conocido.

En el contexto descripto, el mayor problema para Petro en la segunda vuelta es que se pasó del ‘cambio vs continuidad’ si el candidato era Fico, a el ‘cambio vs cambio’, donde Petro buscará posicionarse como el estadista previsible frente al ‘Rey del Tiktok’ y el cambio desestabilizador. En cuanto a este último punto, sus detractores no están muy de acuerdo: les preocupa más la potencial inestabilidad económica bajo un gobierno de izquierda, el cambio en la relación con Estados Unidos (sin ir más lejos, tras el conflicto desatado en Ucrania el gobierno de Joe Biden puso en marcha una batería de negociaciones para oficializar a Colombia como aliado estratégico extra-OTAN) y Venezuela, o el equilibrio de fuerzas con un Congreso de mayoría conservadora.

Y aquí también entra en juego la retórica: ¿Cuál es el problema con todo lo expuesto? O, mejor dicho, ¿cómo le fue a Colombia – léase a la mayoría de los colombianos – a lo largo de su historia con gobiernos conservadores? Solo para mencionar un ejemplo, el viejo entramado oligárquico y corporativo ha convertido a Colombia en uno de los principales suministradores de cocaína al mundo. Un régimen de terror que ha sido sostenido dentro y fuera de Colombia por décadas.

Pero lejos estamos de los cuestionamientos, por lo que para Hernández parece ser todo más sencillo: aglutinar la todavía mayoritaria centro-derecha/derecha que lo transporte a la primera magistratura. ¿Extraño? Para nada. Desde su independencia hace dos siglos, Colombia nunca ha estado gobernada por la izquierda. Y ello además tiene su lógica: es el país donde existe una mayor concentración de la tierra y el segundo más desigual de toda América Latina.

Como complemento necesario, cuenta con todo el apoyo de los medios de comunicación masivos tradicionales colombianos, quienes siempre se han preciado de ser guardianes y protectores del orden institucional. Por supuesto, el manejo de la información es sutil y efectiva; no se jactan de conservadores, y además existe un acuerdo tácito de que ciertos episodios no se subrayan, mientras se reacomoda la percepción al concepto civilizatorio con la estrategia del miedo (en este caso al Petro-comunismo diabólico).

Ahora bien, ¿Quién sostiene esta lógica? El establishment, aquellas élites agrarias y ganaderas, católicas y blancas, que han mantenido el poder basado en la tierra, la propiedad, la familia y dios. Solo basta dirigirse a las estadísticas: hasta el año 2018, en 200 años de historia los colombianos habían sido gobernados por tan solo 40 familias. Aquellas que mantienen la boca cerrada ante la muerte – solo en el actual gobierno de Duque han asesinado a más de 300 líderes sociales, a los que se le debe adicionar los 80 manifestantes que perdieron en el estallido social del 2021 -, y fomentan la paradoja de la defensa a ultranza del libertarismo económico (incluido el capitalismo narco), mientras  viven del Estado: antes que ser parte de un mercado competitivo, ellos se benefician de sus leyes, sus subsidios, su protección. Una conjunción de poderes fácticos (empresarios – que son los dueños de los medios de comunicación -, los políticos, la casta judicial y militar), cuyo más rentable negocio es el ‘secuestro’ del gobierno.

Este contexto sistémico ha sido forjado en base a tres variables: una economía cautelosa sin grandes saltos de consumo o crecimiento (no es de extrañar que en el ‘mar de informalidad’ que es el mercado laboral colombiano, la única forma de ascender socialmente haya sido a través de la ilegalidad); la influencia de la Iglesia en la educación y el Estado (que se declaró laico recién en 1991); y la ausencia de migración externa. Pero además algunos analistas adicionan una cuarta variable: Colombia se modernizó y se abrió al mundo demasiado tarde, y ello permitió que la matriz autoritaria tuviera un efecto más duradero.

No obstante, y a pesar de la astucia de sus élites para hacer convivir, por un lado, la imagen demagógica de un pueblo violento, conservador e ignorante y, por otro, un mecanismo de terror para silenciarlos y atemorizarlos – a punta de asesinatos sistemáticos a líderes políticos, sociales y territoriales –, los sectores populares lograron articularse en un sujeto político tanto en las calles como en las instancias de representación institucional: en los últimos años, las regiones se articularon entre sí, el país se conectó con el mundo — en parte por la emigración heredada de la violencia — y los acuerdos de paz abrieron un nuevo abanico de preocupaciones en temas sociales y culturales. Además, durante los últimos 20 años la izquierda ha logrado, de manera lenta y tortuosa, unificarse y crear cierta base electoral; y ello ha sido posible, sin dudas y tal como ha ocurrido por ejemplo con la ‘primavera árabe’, debido a la potente irrupción de las redes sociales como un factor determinante de la comunicación.

En definitiva, pareciera que el gran enemigo del pueblo colombiano no es la guerrilla, no es el comunismo, y no es la insurgencia; sino es la gran desigualdad del país que sostiene el dominio y el privilegio de las clases dominantes. El Petrismo, entonces, aparece como un rescate del clamor del liberalismo popular y plebeyo: el liberalismo de la reforma agraria, de la revolución productiva, de la mitigación de la desigualdad en el ámbito rural y urbano. Una modernización democrática y productiva de Colombia, en oposición al gran latifundio improductivo alineado con el narcotráfico.

Por otro lado, frente al «vivir sabroso» – el desarrollo socio-económico totalizador del colectivo (cuidado del medio ambiente, causas feministas, apoyo a la diversidad sexual, derechos de los pueblos indígenas, mejoras en la salud y educación pública, la generación de una transición energética hacia un modelo económico sustentable) – de la candidata a vice-presidente del Pacto Histórico, Francia Márquez, Hernández representa el «emprendedorismo», ese individualismo del capitalismo liberal clásico, donde supuestamente la ‘cultura del esfuerzo’ es suficiente. Sabemos que no es así: sin educación y capital financiero (algo que escasea para las mayorías), alcanzar el ‘Sueño Colombiano’ es, lisa y llanamente, cuasi imposible.

Pero poco importa que Hernández no esgrima un programa coherente. Tampoco su vaguedad conceptual, su falta de modales. Menos aún su escasa representatividad en grupos de poder fácilmente identificables, ni que tenga una base territorial demográficamente desequilibrante. Su retórica no apela a una memoria ni conjura un futuro muy preciso, pero conecta eficazmente con un estado de ánimo presente. En su apelación al sentido común, encadena insatisfacciones y representa miserias de posición que se centran en la percepción de corrupción sistémica. Es que Hernández es, lisa y llanamente, un candidato que abraza la volatilidad y la inconsistencia de los estados de opinión pública. Y ello no solo lo fortalece, sino que puede ser decisivo porque afirma una cuestión central: que la apatía, el desánimo, y la falta de comprensión situacional, tanto de clase como personal, está triunfando. Una situación que se replica a lo largo y ancho del mundo, incluido nuestro país. Y ello, lamentablemente, no es para nada un buen síntoma. Más bien es una premonición preocupante.