Etiqueta: Sistema mundo

Objetivos puntuales, decepciones generalizadas – Ámbito Financiero – Octubre 2022

https://www.ambito.com/opiniones/objetivos-puntuales-decepciones-generalizadas-n5566167

Así está el mundo. Alejado de los grandes acuerdos programáticos e ideológicos, con objetivos puntuales, ya que cambiar el sistema es imposible. ¿O en realidad, según la interpretación que se puede embeber de los medios de comunicación masivos, las modificaciones marginales que satisfacen intereses particulares pueden ser suficientes para alimentar el gran estímulo de consumo capitalista que nos asegure la felicidad? Lo único que podemos afirmar es que los oficialismos, el Estado, no lo puede proveer en cantidad y calidad para todos; más aún, se suele estar cada vez peor, donde para las mayorías todo es más costoso y complejo. Entonces no sorprende que se persiga lo opuesto y más agresivo, más intolerante. Aunque en realidad, no queda bien en claro que pueda brindar soluciones. Más aún, generalmente – para no decir casi siempre – esto no es así.

La absurda muerte de Mahsa Amini, el 16 de septiembre, tres días después de que la llamada ‘policía de la moral’ la arrestara por no llevar correctamente puesto el velo, desató una revuelta nunca vista desde la Revolución Islámica. Ellas solo piden derechos y libertades, en un país en el que sufren discriminaciones en todos los niveles, donde les es imposible compatibilizar la lucha cotidiana por expresarse y vivir según sus gustos y deseos, con un régimen enajenadamente represivo. Por suerte, prima el altruismo: ellas no promueven el ‘ojo por ojo’, dejando en claro que no reniegan la premisa que sostiene que la potestad de uno termina donde empieza la del otro, y que cada mujer puede escoger si vestir atuendos occidentales o más conservadores.

En realidad, el problema de fondo es la pérdida de control. Y ello no es algo de ahora; previo a la revolución había ciertas libertades sociales, pero no políticas. Todos los partidos estaban controlados por el rey: era una sociedad vigilada, la prensa no podía ser independiente, y cualquier tipo de activismo político podía llevar a los ciudadanos a prisión. Pero, además, el complemento de no poder dominar es, sencillamente, el miedo. Temor a que se desmorone el preciado statu-quo que algunos tan sigilosamente protegen. Solo para citar un ejemplo, los clérigos sostienen que, si conquistan ciertos derechos profesionales y sociales, las mujeres van a descuidar su rol de madres y esposas.

Algunos podrán decir que lo expuesto es lo contrario a lo que ha ocurrido en Cuba hace pocos días: la mayor parte de la población ha dicho ‘sí’ al referéndum que aprobó un nuevo ‘Código de las Familias’, el cual permitirá el matrimonio igualitario, la adopción por parejas del mismo sexo y la ‘gestación solidaria’ (vientre subrogado sin compensación económica), entre otros avances que garantizan derechos durante décadas vedados y que suponen un paso de vital relevancia social, en un país que en los años sesenta del siglo pasado marginó a los homosexuales y los internó en campos de trabajo forzado.

Sin embargo, la victoria para las minorías ha sido empañada por la coyuntura – es razonable que así sea -, y también debe exponerse: los derechos sociales, jurídicos, políticos y económicos deben ir de la mano, y no ser excluyentes a tal punto conque sea suficiente que se solapen unos con otros. Si escasean los alimentos y las medicinas, si es costoso alcanzar la supervivencia material básica, los esfuerzos podrán ser valorados, pero siempre serán insuficientes. Sobre todo, para una oposición que grita a los cuatro vientos “Patria y Vida” contra la administración del presidente y primer secretario del Partido Comunista, Díaz Cannel.  Es que, en el mediano o largo plazo, la realidad siempre termina decantando en el pedido oxigenante para vivir mejor: desconocer, limitar y hasta criminalizar el disenso, o el ocultar errores e insuficiencias propias, termina pulverizando el medianamente válido argumento de que ‘la culpa la tiene el bloqueo’, o que no todas las variables económicas endógenas o exógenas puedan ordenarse propositivamente.

En sentido similar, observar el ascenso al poder de la líder fascista Giorgia Meloni en Italia deja entrever los temores, pero especialmente la apatía o el desconocimiento – la abstención da un salto histórico al alcanzar el 36% -, sobre todo porque la historia ha demostrado que libertad política y los indicadores socio-económicos han sido desfavorables para la mayoría de los italianos de aquella época. Por ello no es extraño que haya algo más, ese empujoncito siempre necesario para terminar de conquistar el ‘voto anti’ de los decepcionados corazones: las políticas del anterior gobierno de centro-izquierda, no han hecho más que favorecer el ascenso de la derecha, sin constituir ninguna alternativa apreciable en materia de derechos, condiciones favorables para la clase trabajadora y desarrollo económico sustentable. Más aún, solo han normalizado conceptos como ‘represión’, ‘nacionalismo’ y ‘militarismo’.

A todo esto, hay que adicionarle que este contexto también muestra un mal sistémico de nuestra época: la confirmación de la gran desconexión entre los partidos ‘gobernantes’, las instituciones y la masa de ciudadanos; especialmente entre los jóvenes (donde la tasa de abstención se acerca al 50%) y el Sur olvidado. Pobres, confundidos e ignorantes; eso es lo que desean aquellos que solo quieren mantener sus privilegios. Los de adentro y los de afuera.

Porque, finalmente, todo termina siendo una pelea entre ‘la casta’. La propia Úrsula Von Der Leyen, presidenta de la Comisión de la Unión Europea, había dicho con expresión autoritaria y ambigua: «Veremos el resultado de la votación en Italia. Si las cosas van en una dirección difícil, tenemos instrumentos, como en Polonia y Hungría». Se refería, con tono amenazante, a las potenciales sanciones a países con gobiernos «iliberales» que no votan según los ‘valores de Europa’. ¿Se posiciona la ‘Europa democrática’ en contra de las derechas eclesiásticas nacionalistas? No. Solo quieren ‘paz social’ y poder acordar con ‘pares’ que manejen los mismos ‘códigos institucionales’ para hacer negocios. Nada le interesan los desclasados y los parias de la exigua seguridad social.                                                                                            

Bajo lo expuesto, podemos afirmar que estamos cada vez más lejos de la anarquía, pero más cercanos a una decepción cíclica que nos hace olvidar el pasado recurrentemente. Y ese es el peor error: podemos dejar pasar todo, banalizar situaciones, pero nunca olvidar la historia. Porqué para avanzar hacia un escenario superador (de eso se trata la vida, que las futuras generaciones vivan mejor que nosotros), tenemos que entender que hay ciertas cuestiones que no se pueden volver a repetir.

En definitiva, la temática del velo, en el fondo, es un símbolo. Reconciliarse con un pasado cercano de intolerancia y discriminación, es un avance insuficiente. Y las mayores restricciones a los derechos civiles de los grupos LGBT y los inmigrantes, es un retroceso peligroso. Toda una muestra de película de época. La triste conjunción es tener que darle algo de razón a los que insisten que la historia es cíclica, que la violencia junto con la apatía sectaria sean el plafón de pujas de intereses por el poder y la riqueza que, lamentablemente, continúan siendo el per se de la humanidad.  

¿Es posible la semana laboral de cuatro días?

Por Pablo Kornblum para Ámbito Financiero

https://www.ambito.com/opiniones/empleo/es-posible-la-semana-laboral-cuatro-dias-n5218085

En la década de 1930’, John Maynard Keynes vaticinaba que el avance tecnológico redundaría en un aumento de la productividad y una sostenida reducción de las horas semanales de trabajo. El primer vaticinó se cumplió. El segundo fue una utopía: el aumento de la competencia y la vorágine para con la acumulación de capital fueron un ‘buffer’ de contención inexpugnable para aquellos que promueven una menor carga laboral para los trabajadores.

Para lograr este cometido, se llevó a la ética protestante a su máxima expresión: una sociedad que no concibe otra lógica que no sea la de trabajar duro para conseguir los sueños. Un capitalismo que nos dice que ‘Somos pobres porque no somos productivos’. Mentira: a partir de la década de los cincuenta la productividad, sobre todo en los países industrializados de la OCDE, ha crecido de forma sostenida. Sin embargo, ni las horas trabajadas ni la remuneración por hora trabajada ha seguido una evolución proporcional a este patrón. Solo para dar un par de ejemplo, en el Reino Unido dos tercios de las 8 millones de personas que viven por debajo del umbral de pobreza, tienen un trabajo estable. Según el sindicato español UGT, en 2020, en España el 12,7% de los empleados entrarían en la categoría de trabajadores pobres.

Estamos entonces ante un sistema que nos mantiene en un estado constante de ansiedad por conseguir un trabajo que nos dignifique moral y económicamente, en muchas ocasiones realizando trabajos nocivos para no sufrir la miseria y el estigma del desempleo. Por supuesto, en los países más empobrecidos este per se tomó mayor fuerza que en los países occidentales desarrollados, pero también en aquellos en donde los factores culturales, la obediencia y el paternalismo político, o la abdicación para con los preceptos religiosos, juegan un rol relevante; ello se observa con claridad en países como Corea del Sur, Turquía o Chile, donde cerca de la mitad de los empleados trabaja más de 48 horas a la semana.

Expuesto este sucinto escenario, la actual propuesta en varios países es que se pueda establecer cuatro días de trabajo por tres de descanso. Los que apoyan la moción sostienen que la reducción y flexibilización de las jornadas laborales elevaríala productividad, conciliaría la vida laboral con lo familiar y lo personal – ya sea más tiempo para estudiar, actividades recreativas culturales y deportivas, etc. -, incentivaría la actividad económica derivada de un mayor nivel de empleo y consumo, protegería el medio ambiente al reducir la movilidad, y prevendría una mayor cantidad de contagios – como por ejemplo con el actual escenario de COVID-19 – derivados de un menor contacto físico interpersonal. Y algunos hasta se atreven a mirar más allá: proponen que la redistribución de la riqueza vaya de la mano de una lógica que implique que una parte de las ganancias derivadas del incremento de la productividad sean utilizadas a través de la inversión para continuar los procesos de innovación, mientras otra ‘porción no menor’ de la rentabilidad corporativa sirva para disminuir progresivamente las horas trabajadas, hasta llegar a un nivel que permita una vida digna y satisfactoria para todos los trabajadores.

Para dar algunos ejemplos, en España el partido Más País propuso un plan de tres años, con un costo de 50 millones de euros, para incentivar a las compañías a que prueben la jornada reducida sin temor a que ello impacte demasiado en sus resultados. La intención es cubrir el ‘precio’ de incorporar la semana laboral de cuatro días al 100% durante el primer año, al 50% el siguiente año, y al 33% en el tercero; con un objetivo de cubrir entre 200 y 400 empresas para que, a cambio de la ayuda financiera, reduzcan la jornada de los trabajadores sin que ello conlleve la pérdida de su salario. Cabe destacar que el subsidio estatal también tiene un claro objetivo de negocio, más allá de las bondades hacia los trabajadores: el ‘fin de semana largo’ generaría un mayor gasto en esparcimiento, en turismo y en gastronomía. Pero además, ciertos números de la dinámica histórica macro también avalan al país ibérico: en el 2017, España redujo las horas de trabajo de 40 a 35 por semana, generando un posterior crecimiento de su PBI de 1,5%, la generación de 560.000 nuevos empleos, y un incremento salarial a nivel nacional de un 3,7%.

En tanto en Japón, la filial de Microsoft en aquel país fue la primera multinacional en aplicar la jornada laboral de cuatro días. Los resultados de las primeras semanas no pudieron ser más exitosos: la productividad mejoró un 40% en los 2.300 empleados en los que se aplicó, las ventas se incrementaron en más de un 50%, y la empresa redujo gastos en la factura de electricidad y en la impresión de papel en un 23.1% y un 58,7% respectivamente.

Por supuesto, el debate tiene varios grises. El diputado chileno Raúl Soto, impulsor de la propuesta en el país trasandino, sostiene que “esta distribución de la jornada no podrá significar, bajo ningún concepto, una disminución en la remuneración, ni tampoco alguna afectación a los derechos individuales y colectivos del trabajador”. El sector empresarial advirtió que los recortes aumentarán los costos de las empresas y que podrían tener efectos negativos en los salarios y el empleo. Una discusión parecida ocurrió en el año 2003, cuando ese pasó de 48 a 45 horas laborales a la semana. ¿Qué ocurrió? Nada. Los chilenos siguieron viviendo bajo la misma estabilidad macro – y por supuesto rentabilidad empresarial – e inserción al mundo que tanto los representa ante los ajenos, pero también con el mismo nivel de pobreza y desigualdad. 

Por otro lado, no todos los sectores de la economía tienen la misma facilidad de llevar a cabo la medida. Generalmente, a mayor tecnología, automatización de procesos y digitalización, mayor flexibilidad y adaptación al cambio. Por ende, siendo realistas, también hay que tener en cuenta la estructura productiva de cada empresa. Y en muchos casos los costos: hay servicios, como por ejemplo la hotelería, que menos días laborales implica proporcionalmente la contratación de más personal; como consecuencia, más trabadores implicaría sine qua non menor rentabilidad empresarial.

Al debate se le adiciona entonces, el cómo balancear la mejora del bienestar de los empleados reduciendo sus horas de trabajo, pero manteniendo a su vez la relación productividad-sueldo de forma eficiente para las empresas en términos de objetivos y resultados. Y aquí surgen otras ideas: «La primera pregunta no debería ser si se debe o no reducir las horas de trabajo. Por el contrario, tendríamos que preguntarnos ¿qué podemos hacer para mejorar el ambiente de trabajo? Tal vez cosas distintas funcionan mejor para diferentes grupos», refiere un informe de la Universidad Autónoma de Madrid sobre el tema.

Finalmente, se encuentran aquellos que se oponen a la medida. «No creemos que provoque un aumento del desempleo, aunque podría influir en una disminución de las remuneraciones o de ciertos beneficios laborales»; o mismo el “estando en la situación en la que estamos, no es el momento de plantear estos debates, pueden generar desconfianza», dicen, con lógica corporativa, desde ciertos sectores empresariales. La realidad es que cuando afectan sus intereses, nunca es momento. Y las remuneraciones o los beneficios laborales pueden ser ‘siempre manipulados’, tanto por su disposición individual, o mismo por una situación específica del mercado.

Por su parte, algunos sindicatos pro-sistema consideran que es una aspiración irrenunciable, pero admiten que está lejos de poder aplicarse hoy en día y prefieren centrarse en reclamar, por ejemplo, el controlar los excesos con respecto a las horas extras de trabajo. Es que las reformas marginales son más digeribles para la media de la sociedad; y aunque ya hace tiempo se esté desarrollando un contexto de polarización – inclusive en términos antropológicos -, la dinámica política todavía tiene ciertos paradigmas de centro que todavía determinan gran parte de los resultados electorales.   

También la reducción de la jornada laboral se convierte en un mecanismo de captación de talento. ¿Pero qué ocurre con el ‘ejercito industrial de reserva’ de los trabajadores menos calificados? Aquí nos encontramos con una disyuntiva de dudosa moralidad, como por ejemplo es el caso de ‘Shake Shack’, la cadena de comida rápida estadounidense que comenzó a experimentar con la jornada de cuatro días en algunas de sus sedes de Las Vegas en marzo del pasado año. Su ‘leitmotiv’ era atraer, retener y encontrar «empleados de alta calidad, ya que nunca antes había sido tan difícil hallarlos», según su CEO, Randy Garutti. Lo que no mencionó es el nivel – por el piso – de los salarios que paga la empresa.

En nuestro país, la jornada laboral promedio es de 39 horas semanales, aunque la ley fija como tope un máximo de 8 horas diarias o 48 horas semanales, muy similar a otros países de la región como Bolivia, Paraguay, Perú y Uruguay. Sin embargo, pareciera que los dilemas endógenos nos exceden como para comenzar a pensar en discutir el tema. ¿No sería mejor combatir el empleo no registrado, los bajos salarios, o la desocupación que impacta fuertemente en los índices de pobreza? Algunos dirán que sí, otros sostendrán que el escalonamiento solo entibia las luchas, que las conquistas se deben pelear todas juntas, en todo momento y en todo lugar.

En definitiva, lo único certero es que nadie es totalmente libre si no tiene tiempo para sí mismo. Y muchos de nosotros estamos viviendo una vida estresante, con escaso tiempo para el interés propio, donde solemos terminar el día agotados. ¿Dónde entra a valer aquí la salud mental? ¿Y la conciliación con el deseo? En definitiva, por más que algunos les pesen, los trabajadores asalariados no son ni más ni menos que seres humanos.

Y aquí creo que vale la pena traer a colación una frase de Antonio Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos”. A esta altura del siglo XXI, el bienestar de la mayoritaria clase trabajadora global, debe ser una prioridad. Y durante esta transición, los monstruos deben ser derrotados por la ética racional de quienes entienden que sin un esquema sustentable para todos, no hay futuro posible de calidad para nadie.