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Pablo Kornblum para Ámbito Financiero el 19-05-2021
¿Qué pasa en Colombia? Empecemos por lo formal. El gobierno se endeudó en demasía durante el último año para hacer frente a la crisis económica en medio de la pandemia. Con la ley de solidaridad sostenible – el nombre que se le dio a la fallida reforma tributaria -, se proponía recaudar alrededor de 6.300 millones de dólares – un 2% del PBI aproximadamente – para “sanear” las arcas del Estado. Y por supuesto, pagar los compromisos de deuda. En este sentido, el Banco de la República declaró que el país cerró el 2020 con un saldo de deuda externa que alcanzó los 156.834 millones de dólares, lo que equivale al 51,8% de su PBI.
El punto clave es de dónde pensaba el gobierno sacar ese dinero. El entonces Ministro de Hacienda – ya renunciado -, especificó que el 73% provendría de las personas físicas y el resto de empresas. Para los primeros, se aplicaría un impuesto a quienes reciban un sueldo mayor a los 633 dólares – en un país donde el salario mínimo es de 234 dólares -, además de un incremento del IVA, que actualmente se encuentra en un no menor 19%.
Ahora, vayamos al trasfondo. Para comprenderlo, hay una sola palabra que englobaría todo el escenario dantesco que se ha observado en las últimas semanas: Hartazgo. Hartazgo en un país donde la cifra del desempleo supera el 17% – aunque hay ciudades donde es mayor al 20% -. Hartazgo en un país donde los empleos precarios son la norma, la educación universitaria una utopía para las mayorías, y el acceso a la salud es todo un privilegio. Hartazgo en un país donde la pobreza llega al 42,5%, lo que significa que 21,2 millones de colombianos no tienen suficiente ingreso para suplir sus necesidades básicas. Hartazgo en un país donde el coeficiente de Gini desmejoró el año pasado al pasar de 0,52 a 0,54, una cifra nunca antes vista desde que se empezó a calcular el mismo formalmente en el año 2012. Hartazgo en un país donde un ciudadano que nace en el decíl más pobre se calcula tarda, en promedio, diez generaciones en alcanzar un lugar en la clase media.
Todo ello es inaceptable moralmente. Pero más aún cuando el clientelismo político ha eximido de impuestos y competencia abierta durante años a los grandes oligopolios del banano, el azúcar o la minería. O cuando el gobierno pensaba comprar aviones de combate al mismo tiempo que enviaba este ‘paquetazo’ al Congreso. O mismo cuando, en nombre de una reforma que incremente una recaudación que permita saldar el déficit y pagar la deuda, lo que subyace de fondo como objetivo real es el mantener la histórica reputación de país estable y responsable ante los ojos de los mercados internacionales.
¿Cómo se revierte esta situación?, se deben haber preguntado el presidente Iván Duque y su deteriorado gabinete. “Por la razón o por la fuerza”, habrá contestado más de uno, señalando el escudo nacional de nuestro país vecino cordillerano. Pero por la razón ética no solo es complicado, sino harto contradictorio para con los deseos espurios de las propias elites políticas y económicas. Ni que hablar de los necesariamente adicionados designios extranjeros, quienes detentan bipolarmente los hilos del poder hace décadas.
Entonces vamos por la fuerza. Las de seguridad y defensa, las cuales «utilizaron munición real, golpearon a manifestantes y detuvieron civiles», según un informe de la propia ONU. Cuando el miedo se apodera de quienes detentan la autoridad, el temor a perderlo todo desata toda la furia trasvasada a la capacidad coercitiva del Estado. Igualmente, como dijo un manifestante durante una de las tantas protestas en Cali, “lo que hizo Duque no fue sacar a los militares a la calle; porque en realidad, los militares siempre están en la calle en Colombia”. Las FARC, Maduro, la lucha contra el narcotráfico, etc., hablan por sí solos de un país acostumbrado a la violencia sectaria.
No es entonces extraño afirmar que, bajo el marco descripto, las elites colombianas se aprovechan de la sangrienta guerra contra la insurgencia, no solo como una cuestión de polarización interna, sino también para imponer el terrorismo de Estado tanto en la ciudad como en el campo, donde cualquier luchador sindical, dirigente de movimiento social, o campesino que pelea por su tierra, sea identificado como un potencial integrante o simpatizante de grupos insurgentes o subversivos. Ahora fueron por los jóvenes desahuciados, las clases trabajadoras, y las grandes mayorías empobrecidas como las nuevas víctimas de la violencia para-estatal.
Por supuesto, como ha ocurrido siempre y va a seguir pasando en la arena de las relaciones internacionales, Estados Unidos, actuando como un verdadero procónsul en territorio cafetero con su máxima expresión en el ‘Plan Colombia’, se encuentra preocupado por la inestabilidad situacional. No, no se ha equivocado. No por las decenas de muertos, sino por el debilitamiento de uno de los principales y más abyectos aliados en la región. Es que desde las bases militares estadounidenses y la práctica subordinación de las FF.AA. colombianas a las directrices del Comando Sur, hasta la actuación como puntal de lanza de las movidas injerencistas de Donald Trump durante el 2019 hacia Venezuela, sostener a Duque se transforma en una imperiosa necesidad de continuidad.
Sin embargo y a pesar de lo expuesto, la represión y el retiro del proyecto, probablemente sea insuficiente. «La reforma no es un capricho. Es una necesidad. Retirarla o no, no es la discusión. La verdadera discusión es poder garantizar la continuidad de los programas sociales», expresó Duque una vez que comenzaron a sonar las voces disidentes. Señor presidente, nadie sostiene que no se requieran programas sociales. Que tampoco son una solución superadora ni mucho menos. El problema es quien los paga.
Exprimir a lo que queda de clase media – o a la clase media acomodada que tampoco pasa zozobras -, no es una buena opción en tiempos turbulentos. Tampoco buscar confundir diferenciando lo que sería una ‘protesta legítima y otra ‘anárquica’. Y aquí Duque se vuelve a equivocar cuando asegura que detrás de las protestas se encuentra la «mafia del narcotráfico» que incurre en «el vandalismo extremo y el terrorismo urbano». La búsqueda de chivos expiatorios pasó, sencillamente, de moda.
Es que entonces no hay otra alternativa. Hay que dirigir las miradas hacia las elites, los privilegiados que poseen bienes tangibles y activos financieros en cuantioso número. Justo o injusto, si se quiere capear la tensión social, son ellos los únicos que tienen la capacidad contributiva para atemperar esta situación. ¿Qué pasará con las inversiones? Nada, las continuarán haciendo si les conviene, y sino no. ¿Qué ocurrirá con la madre patria del norte? Podrán preferir otra cosa, pero lo último que querrán será un descontrol cercano a la frontera del ‘dictador socialista’ Maduro. ¿Qué pensarán los mercados internacionales, el FMI, los acreedores? Que nada les importa los dilemas y las pujas de intereses domésticas; lo único trascendente es que se pague lo adeudado.
El presidente Duque y su gobierno tienen la última palabra. Esta vez, la sabana ‘es más que corta’.