Pablo Kornblum para Ámbito Financiero el 2-5-2021
La gravedad epidemiológica es inocultable: millones de muertos en todo el mundo ante un virus siniestro, que en sus diversas cepas ataca sin miramientos. Aquí no existe prácticamente discusión ni grieta; solo nos encontramos con una marginal oda libertaria, la cual pregona diversas hipótesis – fundamentadas en mayor o menor medida – sobre las causas y consecuencias relativas del COVD-19. Pero para la mayoría de sus partidarios, todo quedó encorsetado en el economicismo que implica el consumismo individualista y la satisfacción del deseo de acumulación. Es que desde tiempos remotos, los neoliberales también aceptan un Estado, aunque mínimo, que garantice los condicionamientos básicos que requiere una sociedad para su ‘normal’ funcionamiento: seguridad, defensa, justicia y, por supuesto, salud.
Por ello entraron a jugar fuerte los diversos gobiernos del mundo. Por deber y necesidad. Cada uno con sus formas, sus modos; impregnados por su historia, su cultura, su religión. Y por supuesto, su capacidad de accionar (o coaccionar).
Del otro lado del planeta, Australia y Nueva Zelanda impusieron la cuarentena obligatoria a las llegadas internacionales, cerrando sus fronteras a todos menos a nativos y residentes desde el año pasado. Por el contrario, los viajeros de cualquier nacionalidad – incluido los propios nacionales -, que ponen un pie en Inglaterra procedentes de «una lista roja» de países de riesgo, deben hoy en día auto aislarse durante diez días en un hotel a su costo. El gobierno escocés, por su parte, anunció que sería más estricto aún que el inglés, e impondrá la cuarentena hotelera para cualquier viajero, sin importar el país de origen.
Volviendo a Inglaterra, las nuevas medidas también requerirán que los viajeros se costeen más pruebas diagnósticas durante su cuarentena. Y quienes mientan sobre su historial de viajes recientes, pueden incluso enfrentar hasta diez años de prisión. En este sentido, parte de la oposición de Boris Johnson se ha quejado por lo duro de las penas, las cuales se igualan a delitos violentos con armas de fuego o sexuales que involucran a menores, para los cuales el máximo es de siete años.
En otros países europeos como España, Francia, Alemania o Italia, las multas a quienes no respetan la cuarentena oscilan entre los 100 y 4000 euros, con penas que van desde los tres meses hasta el año de prisión. Similares son los casos de Croacia o Polonia (1000 y 1200 euros de multa respectivamente), ahora cada vez más alejados de la cortina de hierro oriental y más próximos a valores ‘democráticos occidentales’.
Por supuesto, también hay sociedades menos ‘apegadas a los derechos humanos’ para llevar adelante las políticas de penalidad. Por ejemplo, a medida que la India comenzó sus restricciones de movimiento, la policía comenzó a castigar a las personas que han querido evadir el confinamiento con palizas y, en algunos casos, flexiones de brazos en mitad de la calle. Por su parte, la Policía nepalí utiliza un gancho o sujetador gigante a modo de pinza que sirve para «capturar» a los civiles insurrectos sin tener que tocarlos ni acercarse.
En Rusia tampoco se andan con rodeos. Penas de cinco años de cárcel es el castigo por violar la cuarentena obligatoria impuesta por el Estado. Además, la policía puede acudir al domicilio particular en cualquier momento para comprobar que se está en casa o no. Y en Moscú, por ejemplo, se están utilizando cámaras de reconocimiento facial para detectar al confinado que abandone su lugar. Como buen país con estilo ‘Gran Hermano’, la tecnología moderna para cumplimentar objetivos se encuentra a la orden del día.
En tanto en Hungría, aquellos que incumplan las restricciones del gobierno afrontarán penas de hasta ocho años de cárcel. De forma paralela, la difusión de «fake news» (noticias falsas) sobre la respuesta a la pandemia se castiga con hasta cinco años de prisión. Turkmenistán es un caso similar: en el país centroasiático gobernado por el autoritarismo Gurbanguly Berdimuhamedow desde el año 2006, cualquier medio que brinde cualquier información vinculada al COVID-19 sin su expresa autorización, será punible con hasta cinco años de cárcel. Más aún, la policía tiene la orden de detener a todo aquel que escuche hablar sobre el tema en la calle. Una vez más, el cuarto poder jugando un rol clave a la hora de la consecución de ciertos intereses. A veces a favor de los deseos gubernamentales, mientras en otras ocasiones puede ser un ‘bumerang’ que les puede jugar en contra.
En el sudeste asiático, más precisamente en Indonesia, las autoridades han ocupado espacios que han sido catalogados como ‘terroríficos’ por las costumbres y creencias del folclore indonesio, siendo estos adecuados con camas para que las personas pasen algunos días como parte del castigo. Más aún, en Sukoharjo, un pueblo ubicado en la isla Java, algunos de sus habitantes se han disfrazado de fantasmas del espíritu ‘Pocong’ – a los cuales las personas le tienen miedo y respeto -, y salen a las calles a asustar a quienes se encuentren fuera de sus casas. Religión, misticismo, o póngale el nombre que usted quiera; eso sí, pareciera tener gran efectividad para el control ciudadano.
China, por su parte, es el país que impone los mayores castigos a las personas que infringen la cuarentena: un ser humano que, al salir de casa, atente contra la salud de los demás ciudadanos y propague el COVID-19, será condenado hasta 10 años de cárcel o, de ser más grave el delito, a la pena capital. Además, China tiene sanciones para quienes se nieguen al tratamiento, salgan a las ciudades donde se ha introducido la cuarentena, o destruyan los trajes protectores del personal médico. En total, hay 21 tipos de delitos relacionados con el coronavirus en el gigante asiático. Para todos los gustos.
Por supuesto, uno de los paladines del extremismo – famoso por su habilitación explicita a la policía de su país para matar narcotraficantes -, es el presidente filipino Rodrigo Duterte. El mismo obtuvo ‘poderes especiales’ otorgados por el Congreso para combatir la pandemia, y dio un claro avisó a quien se salte las estrictas normas: «A cambio de causar problemas, te enviaré a la tumba. Mis órdenes son para la policía y el ejército: si hay problemas o surge una situación en que la gente pelea por el COVID-19 y sus vidas están en peligro, disparen a matar». Lo que se diría un hombre que no tiene un gran apego a la división de poderes. Ni tampoco respeto a la vida humana.
Ya entrando en nuestro continente, en los Estados Unidos de Norteamérica los castigos por no cumplir la cuarentena varían de acuerdo con el Estado, en un país que históricamente respeta puntillosamente el federalismo. En California, por ejemplo, los infractores pueden ser multados con 1.000 dólares o condenados a 6 meses de cárcel. El dato de color: el país del norte posee la multa más alta por violar las reglas obligatorias durante la pandemia: 250.000 dólares.
Como contraparte, en la ciudad de Panamá, las autoridades tomaron una decisión un tanto más pintoresca; a las personas que sean encontradas en las calles durante la prohibición, se les entrega una escoba y se las pone a desfilar mientras se dirigen a parques públicos para que limpien estos espacios.
En tanto a nuestros vecinos uruguayos, el país oriental ha avanzado en las últimas semanas con una una reforma al Código Penal para penar con hasta dos años de prisión a aquellas personas que incumplan las normas sanitarias y violen la cuarentena.«El que mediante violación de disposiciones sanitarias pusiere en peligro efectivo la salud humana o animal, será castigado con tres a veinticuatro meses de prisión», refiere el nuevo texto.
Una vez anunciado el proyecto, el Frente Amplio se opuso tajantemente: «No acompañamos la modificación al delito de violación de las disposiciones sanitarias ya que consideramos que para hacer esa modificación, se debe, desde el Estado, tratar las situaciones de vulnerabilidad social». En los países menos desarrollados – léase más pobres -, donde reina la informalidad y las ‘changas’ del día a día para sobrevivir, para una gran parte de la población que le cuesta llegar a fin de mes sin algún tipo de ayuda gubernamental, el razonamiento no suena ilógico.
En el mismo sentido, destacaron desde el principal partido opositor, “es un delito difícil de probar y puede servir para criminalizar a ciertas personas que no tienen un sustento y tengan que salir a trabajar». Tampoco es desacertado, sobre todo en donde las transgresiones por parte de los hombres de ‘guante blanco’, tienen otro plafón distinto de quienes no tienen contactos, dinero, ni nada que no sea su fuerza de trabajo y su voluntad para salir adelante.
Bajo la misma variable de la escasez – pero claramente profundizada -, se maneja el ciudadano medio venezolano. En este aspecto, la supervivencia diaria se hace cada día más compleja en medio de la cuarentena obligatoria ordenada por Nicolás Maduro. “El confinamiento en condiciones de insatisfacción de necesidades básicas es inviable. La gente en Venezuela no necesita salir solo para comprar alimentos, sino también para buscar agua o leña, porque los servicios no funcionan. Y vemos diariamente que a quienes han agarrado en la calle, les han aplicado castigos físicos bajo una pedagogía propia de los cuarteles”, sostienen desde la oposición y diversos organismos de derechos humanos. Claramente, el adicionar al aparato represivo parapolicial/militar, en una región con una historia y un presente delicado en cuanto a la violencia social, no coadyuva a tranquilizar el ánimo de la ciudadanía.
En nuestro país, con todas las ideas y vueltas que vivenciamos desde hace más de un año, podemos decir que en este punto nos encontramos con un dato saliente: tenemos una de las sentencias de prisión más largas por violación de la cuarentena; hasta 15 años de prisión dispone el artículo 205 del Código Penal para aquellas personas que propaguen “una enfermedad peligrosa y contagiosa”. Más que preguntarnos si no será demasiado, en nuestras latitudes la gran pregunta es si realmente puede hacerse efectivo el cumplimiento de la norma. De esta y de muchas otras.
En definitiva, tecnología, medios de comunicación, pobreza, desempleo, violencia física, militarización de la vida cotidiana, diferencias intrínsecas en el manejo de la pandemia, religión y cultura, entre otros. Todos estos temas, en conjunción y en su justa medida según cada geografía y sus especificidades, son el ‘menú a la carta’. En el mientras tanto y para su degustación, lo único certero que ha trasvasado cada rincón de nuestro planeta durante toda la pandemia de COVID-19, es la famosa frase del General: “El hombre es bueno, pero si se lo vigila es mejor”.