Bajo la lógica mercado internista y con una fuerte impronta en el efecto derrame propuesto por los sucesivos gobiernos del PT, cualquier atisbo de mejora relativa o absoluta en la calidad de vida de las clases bajas y ‘emergentes medias’ se encuentra obstaculizado con los bajos niveles de crecimiento económico e inflación en aumento del Brasil de los últimos años.
Para volver a la senda de la acumulación – que luego derivaría en más producción, empleo, y por ende mejoras socio-económicas -, el Gobierno ha realizado un ajuste fiscal incrementando los ingresos (mediante el aumento de las tasas impositivas, contribuciones sobre los productos industrializados y sobre las ganancias), y controlando los gastos (con la aplicación de reglas más restrictivas para el acceso a los beneficios de la seguridad social – como el seguro de desempleo -, la amplia reducción de los gastos tributarios y los subsidios concedidos).
Sin embargo, hasta ahora los intentos ha sido infructuosos: no se ha logrado generar un superávit primario que permita estabilizar la macroeconomía y, por ende, reactivar la situación de la microeconomía. En este sentido, los datos indican que las tasas de desempleo sobrepasan el 8%, la inflación se encuentra cercana al 13% anual junto a tasas de interés en valores similares (el mayor nivel desde el año 2009), y una devaluación que supera el 50% en los últimos meses.
Si a ello le adicionamos una restricción crediticia impuesta por los bancos privados, iniciada en 2013, junto con la caída del 28% de los créditos del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), y el estancamiento de los créditos para vivienda otorgados por la Caixa (el banco hipotecario federal), las inversiones y el consumo se ven todavía más afectados.
La dinámica exógena tampoco da respiro. El cambio climático y las sequías que tampoco acompañan la dinámica productiva y de consumo, junto con la desaceleración y a su vez competencia de China (el gigante asiático es el principal comprador de Soja y Minerales Brasileño), acentúan las perspectivas negativas en términos de la volatilidad cambiaria y la falta de dinamismo del comercio exterior. En definitiva, todas variables que golpean fuertemente a los trabajadores y a las pequeñas y medianas empresas.
Aunque la única forma de revertir esta situación pareciera estar de la mano de política, el eje actual de la discusión entre oficialismo y oposición apunta para otro lado: corrupción e ineficiencias en el uso de los recursos públicos. Sin embargo, solo son la otra cara de una misma moneda; aquella que tiene un impacto directo en las capacidades de hacer del Estado. Solo para mencionar algunos indicadores, una evasión fiscal del 13,4% y una economía en negro del 39% afectan negativamente tanto o más que la discrecionalidad adversa en el uso de los recursos públicos.
Mientras las discusiones teóricas a nivel de la macropolítica y la macroeconomía ocupan entonces las principales temáticas de los medios de comunicación, la realidad es que Brasil continua siendo uno de los países más desiguales del mundo bajo una tendencia que no se revierte: en el año 2006 el 5% más rico acaparaba el 40% del ingreso total, en tanto en el año 2012 había aumentado esta participación hasta llegar al 44%, a pesar de las políticas sociales del gobierno y el impacto del Plan Fome Cero (Hambre Cero) que sacó a 40 millones de personas de la pobreza.
Es que la realidad del Siglo XXI solo ha generado mejoras socio-económicas sido marginales. El salario se mantiene en niveles bajos o de subsistencia, y se han expandido todo tipo de formas de trabajo precario, tercerizado y subcontratado, el cual solo ha servido para reducir la pobreza extrema en un 63% desde 2004. Siempre que la lógica de acumulación y distribución de la riqueza no cambie a través de mecanismos institucionales sólidos y con políticos con coraje, variables marginales y endeblemente sustentables continuarán siendo el único objetivo plausible de las políticas públicas.