Un análisis escaso y tardío sobre la crisis de las inundaciones

Autor: Pablo Kornblum

No es novedoso lo que esta ocurriendo alrededor del mundo. El daño que el hombre le realiza diariamente a la naturaleza, en pos de explotar las riquezas naturales y económicas sin pensar en la sustentabilidad del medio ambiente en el que todos vivimos, ya comienza a mostrarnos su peor cara. Australia, Colombia y Brasil han sido testigos en las últimas semanas de temporales trágicos que han causado muerte y destrucción. Los gobiernos, en muchos casos ingenuamente atónitos por la situación, intentan infructuosamente atacar las consecuencias con una discursiva que parece olvidar por completo las causas y los factores de prevención.

Para comenzar, es interesante definir la palabra vulnerabilidad como “las características de una persona o grupo y el contexto que influencia su capacidad de anticipar, lidiar, resistir, y recuperarse de un impacto producido por un riesgo azaroso”. Aquellos que no pueden, por el contexto socio-económico adverso en el que habitan, realizar cualquier tipo de proyección preventiva o proactiva en el corto y largo plazo, son evidentemente los más vulnerables dentro de la cadena social y los que más necesitan de la ayuda gubernamental. En este sentido, hemos observado que cuando el Estado no realiza las políticas públicas acordes para evitar que los peores efectos se propaguen, los más pobres siempre son, directa o indirectamente, los que más sufren y los más perjudicados.

En este sentido, el mismo gobernador de la región carioca, Sergio Cabral, aseguró que hay zonas donde el «riesgo es muy grande» debido a las carencias medioambientales y de infraestructura de los barrios más humildes. Las fragilidades geográficas, la precariedad edilicia, y la falta de una política habitacional responsable – según el propio Carlos Minc, Secretario de Ambiente de Río de Janiero, “hubo un incentivo de varios prefectos (alcaldes o intendentes) para habitar zonas costeras inundables” -, conllevó a que el desastre natural derive en el peor de los escenarios: miles de personas perdieron los pocos bienes materiales con los que contaban. Por otro lado, también Adriana Caviedes, vocera de la Dirección de Gestión del Riesgo del Estado colombiano, graficó con claridad la situación provocada por las incesantes lluvias que se viven en su país desde hace meses: “Los deslizamientos de tierra y barro no entienden de obstáculos y acabaron con todo a su paso. Miles de colombianos escaparon con lo puesto, lo perdieron todo”.

La situación descripta dista mucho de compararse con la pérdida de un empleo temporal o la carencia de un bien puntual. El empezar de nuevo para aquellos que siempre han carecido de un capital físico y humano, puede acarrear consecuencias dolorosas para las futuras generaciones de sus familias que observan cada vez más alejada la posibilidad de escaparle al círculo vicioso de la pobreza. Peor aún, cuando observamos que los males se multiplican en el mundo subdesarrollado. A los 2,2 millones de «desplazados ambientales», debemos agregarle los 3 millones de colombianos que tuvieron que dejar sus hogares por la guerrilla, según cifras de la ONU. En total, suman más del 10% de la población del país cafetero.

Lo expuesto se enmarca en un contexto de respuestas tardías y dubitativas. La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, ordenó la liberación del equivalente a unos 400 millones de dólares para acciones de emergencia como la distribución de alimentos, medicamentos e instalación de hospitales de campaña. En este sentido, numerosas ciudades y poblaciones del Estado de Río de Janeiro han perdido en su totalidad los servicios de agua, electricidad y telecomunicaciones. Las reparaciones, con la venia de los subsidios estatales, le costarán millones de dólares a una macroeconomía que se verá fuertemente afectada y que le quitará importantes recursos estatales para aquellos sectores que más los necesitan, hayan sido afectados por el temporal o no. En un caso similar, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, prometió crear el «Fondo para la Estabilización, la Reconstrucción y el Desarrollo Económico, Social y Ambiental» para mitigar los efectos de la lluvia y devolverle la calidad de vida de los desplazados por las tormentas. Eso sí, nada se mencionó todavía de la falta de prevención, las causales y las responsabilidades que le atañen a cada sector.

Para concluir, el mundo desarrollado tampoco esta exento de los ocultamientos y mezquindades detrás de la catástrofe. Inexplicablemente, la primera ministra de Queensland, Anna Bligh, indicó que las 6.500 viviendas destruidas y los 200 mil afectados por las inundaciones en Australia, se debieron a que “»La madre naturaleza desencadenó una situación terrible”. El error en sus declaraciones es doblemente grave. No solo por desligar al ser humano de su responsabilidad en la agresión al medio ambiente, sino además por obviar la heterogeneidad de las culpabilidades; diferenciar quienes producen el mayor daño medioambiental y quienes son los más perjudicados, es también una función de los gobiernos que deben brindar soluciones de fondo ante la férrea oposición de los grupos concentrados de interés. Sin embargo, el castigo reciente de la naturaleza lanzó su advertencia: es hora de que los Estados tomen cartas en el asunto para prevenir de raíz y de forma proactiva, todos los males que el mismo ser humano produce.