Autor: Pablo Kornblum
La discusión sobre el nuevo sistema de salud norteamericano ha disparado una serie de preguntas, entre las cuales se encuentra el cómo se reparte el presupuesto público en los Estados Unidos. Para ello, es fundamental poder comprender la idiosincrasia norteamericana, los fundamentos de sus instituciones y su destino manifiesto como Nación.
Para comenzar, el “sueño americano” solo ha conllevado a focalizar todo el peso del éxito y el fracaso en el individuo y no en el colectivo. En este sentido, el efecto directo de las políticas públicas sobre la economía ha sido permanentemente denostado por aquellos sectores conservadores que exigen un Estado minúsculo dedicado solamente a la regulación de las bases macroeconómicas y las cuestiones diplomáticas. Sin embargo, la dialéctica de un Estado en exceso solo ha quedado en la retórica de los miembros más conservadores del Partido Republicano. Con excepción de la década de 1920, algunos períodos de la décadas de 1940 y 1950 (como por ejemplo entre los años 1947-1949 o 1956-1957) y a finales de la década de 1990 – desde el año 1998 al 2001 -, el resto de la historia del presupuesto público norteamericano, en mayor o menor medida, ha sido deficitario.
El haber conseguido la hegemonía mundial – determinada para muchos en la visión de los padres fundadores -, implicó además comprometer un rol internacional que generó deberes y derechos determinantes. La diseminación de los intereses – ya sean económicos o geopolíticos – alrededor del mundo y las alianzas/enemigos derivados de ello, conllevó indefectiblemente a disponer de una suma de recursos humanos y tecnológicos a nivel nacional e internacional necesarios para defender las conquistas ganadas y sus valores morales como Nación. Esta situación queda claramente demostrada en el presupuesto militar, donde para citar un ejemplo, podemos mencionar que en el año 2005 el 48% de los 1, 2 billones de dólares de gasto militar a nivel mundial correspondieron a los Estados Unidos. Más aún, en el presupuesto norteamericano del año 2001 – antes del atentado a las torres gemelas y en un momento de relativa paz internacional -, el gasto público en defensa se situaba en un importante 14% sobre las erogaciones totales, mientras que en salud o educación solo representaban el 19%.
No podemos dejar de mencionar las implicancias que ha tenido para los diversos gobiernos el tener que manejar el presupuesto de una sociedad que glorifica el consumo. Al individuo medio norteamericano poco le interesa si su poder adquisitivo proviene del ahorro externo, de créditos provenientes del sistema financiero, o de un Estado que subsidia el poder de compra. Hasta el mismo Gobierno Nacional ha potenciado históricamente este círculo vicioso. Para citar un ejemplo, durante el período 1999-2002 el gasto público en consumo final triplicó el gasto en bienes de capital – un promedio de 1.500 millones contra 500 millones de dólares respectivamente –. Ante esta situación, los decisores del presupuesto, con un ojo puesto en las cuentas públicas y otro en las mentes de los votantes, deben balancear con precisión rigurosa los intereses de la sociedad y las capacidades macroeconómicas del Estado.
Finalmente, las demandas sobre el presupuesto en sí han tenido un común denominador estructural: disminuir los impuestos mientras se aumenta el gasto social. Esta contradicción económica ha llevado a eternas discusiones entre Republicanos y Demócratas sobre el cómo distribuir las cargas contributivas para financiar las crecientes erogaciones públicas, en un país que requiere cada día de una mayor intervención estatal para paliar las desigualdades y los descalabros en aumento generados por el mercado. En este sentido, debemos recordar el plan de estímulo económico de 787.000 millones de dólares de comienzos de 2009 propuesto por el presidente Obama para salir rápidamente de la crisis financiera; o su decisión más reciente de aumentar los impuestos a los ricos – aquéllos con ingresos familiares de más de $250,000 – en $955,000 millones durante un período de 10 años para poder reducir los de otras familias de menores recursos en $770,000 millones hasta el año 2020.
En definitiva, la recientemente aprobada reforma de salud ha tenido un poco de todos estos condimentos. Incapacidades e irresponsabilidades individuales, imposibilidad de seguir incrementando un presupuesto fuera de control – el déficit de 2009 ha sido de 1,75 billones, lo cual equivalió al 12,3 por ciento del PIB – y la necesidad de cubrir otras “prioridades” nacionales, han sido algunas de las declaraciones más resonantes de sus detractores. Para los que estuvieron a favor, sin embargo, el razonamiento fue mucho más sencillo: solo fue necesario ponerse en el lugar de alguno de los 32 millones de norteamericanos que de ahora en más podrán poseer una cobertura de salud digna y obligatoria.