La reconversión de la izquierda Latinoamericana

EADI – Seminario Madrid 2010

http://www.eumed.net/entelequia/es.art.php?a=12a08

 Autor: Pablo Kornblum

Consecuencias de una desigualdad estructural

¿Por qué surgen los grandes cambios sociales? La respuesta pareciera no ser tan compleja. Simplemente debemos entender que existe una necesidad de cambio para que la tendencia histórica-estructural quiera ser corregida y modificada. Y cuando una minoría oprimida pasa a convertirse en una mayoría unificada, el sufrimiento contenido aflora y la búsqueda de una realidad diferente forma una cadena de hechos fácticos palpables, que según el propio entendimiento y capacidad de los revolucionarios, intenta cambiar un futuro per se adverso en sus más profundas raíces. Esto es lo que ha ocurrido en América Latina. Una desigualdad crónica y acentuada con el paso del tiempo, ha llegado a un límite que ha provocado un quiebre. Que no sabremos si será definitivo. Pero seguro sentará un precedente.

Pero para entender lo que ha ocurrido en la región, no podemos abstraernos y desestimar el sistema mundo en el que estamos inmersos. Sin inmiscuirnos en profundidades ideológicas o políticas, nos podríamos preguntar cuales han sido los países del mundo que mejores índices de calidad de vida han logrado desde la segunda post-guerra mundial hasta la actualidad. Sin lugar a dudas, nos estaremos refiriendo a los países nórdicos: Suecia, Noruega, Dinamarca, Finlandia, etc.

Estos Estados han mostrado las mejores tasas conjuntas de alfabetismo, salud, seguridad social y PBI (Producto Bruto Interno) per capita. ¿Qué políticas han llevado a cabo sus gobiernos para conseguir estos logros? La respuesta abarca un conjunto de medidas. Políticas de Inversión y Gasto Público eficiente asentadas en una elevada base impositiva progresiva lograron efectos redistributivos eficaces en toda la pirámide social; que sumado a un consenso social justo y acordado entre los diversos actores económicos (empresariales, sindicatos y gobiernos), fueron el punto de partida de una dinámica productiva guiada por el Estado Nacional y profundizada por un sector privado que logró insertar sus productos en el mundo. Si a ello le sumamos una verdadera democracia enraizada conjuntamente con una solvencia institucional jamás cuestionada, nos encontramos con un sistema político y socio-económico, aunque siempre perfectible, profundamente equitativo y con altos estándares de calidad de vida. Aquello que alguna vez ha sido denominado una “verdadera social-democracia”.

¿Qué ha pasado en América Latina? Si bien cada país tiene sus especificidades, en términos generales podemos afirmar que se ha observado todo lo contrario a lo recién mencionado; o para ser más precisos, lo que sería la búsqueda de un ideal en materia de desarrollo social y económico.

La historia de América Latina nos ha mostrado conquista con sumisión, seguida por una concentración de la propiedad y los recursos naturales históricamente amalgamados a los intereses de las potencias centrales dominantes en cada uno de los periodos históricos de los últimos dos siglos, desde las primeras colonias hasta nuestros días.

Desde los comienzos de las independencias latinoamericanas, ha existido una sensación de explotación duplicada y potenciada para los trabajadores de la región. Esta comienza en los grupos concentrados nacionales y extranjeros que actúan en el medio local, que a su vez cumplen el rol transitivo de cinturones transmisores (mayoritariamente sin ningún filtro) de los requerimientos de las corporaciones transnacionales y los países centrales desarrollados.

En este sentido, las oligarquías agrícolas mantuvieron el control de la economía, a través del reaseguramiento y la consolidación de los vínculos de una falsa mutua dependencia con las metrópolis. El deterioro de los términos de intercambio no inmutaba a las elites locales, que se abastecían de las manufacturas de lujo para saciar sus intereses, creyendo que el efecto derrame sería eternamente suficiente para mantener la paz social.

Luego la historia gira, para algunos países latinoamericanos más bruscamente que para otros, cuando la teoría de la dependencia pasa a ser un hecho fáctico inocultable, los planes de industrialización comienzan a vislumbrarse, y el socialismo ya domina la mitad de la tierra.

Pero el quiebre incipiente se pospone. La guerra fría ciega al vecino del norte y cataloga enemigos sin discriminar. Las viejas estructuras agrícolas y monoproductivas, con sus representantes valentonados, reflotan y refuerzan la alianza oligarquía-cúpula militar-iglesia. Cada uno cumple su función, ya sea dirigiendo los destinos económicos del país, manteniendo la paz social a través de un firme control, o prometiendo una mejor vida en el más allá si los milagros no provenían el efecto esperado en la tierra.

Mientras tanto, los desarrollos nacionales eran dejados de lado. Aunque los niveles de crecimiento fluctuaron en las últimas décadas y variaron según el país, los diversos aparatos productivos estuvieron desasociados a las necesidades sociales que hubieran permitido mejorar los estándares de vida. Pero como indican los defensores del neoliberalismo, el mercado está para obtener beneficios y no para hacer caridad. Y donde el mercado no encuentra rentabilidad, se retira.

El problema surgió cuando el Estado no solo no reemplazó a un mercado ajeno y desinteresado, sino que tampoco cumplió con la mayoría de sus funciones básicas. Si a esto le sumamos que la globalización neoliberal de la década de 1990 potenció el desinterés, la corrupción enraizada y la administración ineficiente, el sufrimiento de las mayorías se incrementó incesantemente. Aun peor: los más necesitados eran totalmente desoídos. La única dulce melodía que resonaba en sus oídos era la propagada por los Organismos Multilaterales de Crédito, en consonancia y con el apoyo de los países centrales desarrollados y sus corporaciones transnacionales.

Por lo que políticas neoliberales de gobiernos elitistas, discursos falaces y dictaduras sangrientas que multiplicaban exponencialmente la riqueza, eran lo único que conocían los latinoamericanos cuando el siglo XXI se encontraba a la vuelta de la esquina. Cualquier cambio sería mejor. Así se denominara progresista, populista, o socialista. Vocabulario endemoniado por aquellos que previamente nunca dieron nada. No había nada que perder.

Hasta que muchos pueblos dijeron basta. Las frustraciones le ganaron la batalla al miedo y a los fantasmas del caos. Mayorías despojadas de verdaderas democracias habían soportaron décadas de desidia y humillación. Muchas veces no entendieron de dilemas teóricos o ideologismos, pero comenzaron a tener plena conciencia de las penumbras vividas que no querían repetir. Los círculos viciosos de pobreza debían ser cortados. Y un mayor respeto por las relegadas culturas autóctonas era una utopía que debía transformarse en un derecho para todos. Sin excepción.

Y una historia diferente se comenzó a escribir en los albores del siglo XXI. Entonces Hugo Chávez Frías triunfó en Venezuela. Luiz Ignacio Da Silva en Brasil. Evo Morales en Bolivia. Tabaré Vázquez en Uruguay. Rafael Correa en Ecuador. La Concertación se consolidó en Chile. Los Sandinistas triunfaron en Nicaragua y el FMNL en El Salvador. Y la izquierda se quedó a un paso de lograr el triunfo en Perú y México. Colombia es la gran excepción. Bastión de la derecha y aliado de los Estados Unidos y su blindaje militar. Pero existen razones lógicas. Años de luchas encarnizadas, bombas y secuestros entre cárteles de la droga, guerrillas de izquierda desideologizadas y carentes de valores morales para autofinanciarse, y ejércitos paramilitares solventados por los grupos concentrados que buscaban proteger sus intereses, sentaron las bases para un descreimiento democrático. Si a esto le agregamos un Estado inerte por incapacidad o complicidad, la necesidad de políticas reaccionarias para lograr una paz duradera relegó el bienestar económico a un segundo plano. Retornando a las izquierdas, los matices son claramente diferentes. Desde retóricas mas combativas y revolucionarias en el plano social como son los casos de Venezuela y Bolivia; más economicistas como es el caso de Ecuador; más pragmáticas como son los casos de Uruguay y Chile; hasta las más nacionalistas como la Brasileña. ¿Cuáles han sido los resultados hasta hoy en día? Los indicadores sociales han mejorado en toda la región, sin lugar a dudas. Estarán los detractores que hablarán de una coyuntura global favorable en esta década, de mayores beneficios obtenidos por una profundización en los intercambios económicos internacionales que poco tienen que ver con la acción del Estado, o con mercados que han crecido y han derramado riqueza.   Por otro lado, los progresistas indicarán que la izquierda se ha logrado aggiornar al contexto internacional, que la intervención positiva del Estado tanto a nivel económico como de programas sociales era una necesidad, y que la eficiencia y programación institucional democrática han sido claves para lograr un mayor efecto redistributivo que incrementó el bienestar general. Lo que queda claro es que todo cambio estructural se debe al disconformismo insoportable para con un pasado injusto y una visión de futuro sombría que, de mantenerse, solo reproduciría un círculo vicioso de pobreza para las futuras generaciones. El paradigma socio-económico de Latinoamérica y su derivación actual   
¿Es posible que se haya generado una desigualdad tan profunda con su consecuente miseria y pobreza, al punto que las clases dominantes no hayan podido mantener el status quo que perpetúe un sistema injusto desde sus bases y sus raíces?La respuesta comienza con la conquista de América. Las coronas Española y Portuguesa tenían un objetivo que parece perdurar, en otro contexto y bajo otras formas de explotación, en la actualidad. Extraer oro, piedras preciosas y todo tipo de especias para aumentar las riquezas de los reinos europeos era el único fin, sin pensar en ningún tipo de desarrollo local ni en sus poblaciones indígenas, las cuales fueron mayoritariamente asesinadas o esclavizadas. América Latina aparece en el sistema mundo como proveedor de materias primas, situación que será perpetuada a lo largo de su historia y se convertirá en un factor clave que potenciará la dependencia con los futuros imperios y potencias del mundo.En teoría, podríamos afirmar que las respectivas Monarquías y luego Estados Nacionales, solo defendían sus intereses en la región como en cualquier otro lugar del mundo conocido. América Latina proveía y cubría muchas de las necesidades en las continuas luchas contra las otras potencias de la época, en pro de conquistar riquezas y poder en un mundo de guerras y cambios geo-políticos constantes.

Pero esta forma de proceder podría considerarse lógica y valida hasta un punto de inflexión en la historia: cuando se conquistan las independencias y se crean los Estados-Nación en la región. En ese momento, las elites locales pasaron a tomar el control y las decisiones de los nuevos Estados soberanos. Pero en lugar de buscar un crecimiento económico diversificado y un desarrollo social equitativo, prevalecieron en la región dos políticas principales que sentenciarían hasta nuestros días las desigualdades estructurales de Latinoamérica.

Por un lado, una de las claves fue la distribución concentrada de las riquezas naturales. La conquista de los territorios vírgenes derivo en el automático cumplimiento de entrega de grandes extensiones de tierras a los vencedores; un grupo donde se encontraban inicialmente los militares, políticos y miembros de la alta sociedad. Una América Latina vasta en abundancia y diversidad de recursos naturales para ser explotados, fue distribuida entre un grupo social reducido. 

A consecuencia y a diferencia de los Estados Unidos, donde la aleatoria conquista del Oeste y una guerra civil que debilitó a los derrotados grandes terratenientes confederados conllevó a una distribución de la tierra en limitadas parcelas de tierra de pocas hectáreas, los ricos y poderosos terratenientes latinoamericanos se convirtieron en los formadores de precios y los decisores políticos en todos los temas claves del Estado. Estos monopolios agrícola-ganaderos, en anuencia y sustentados por la cúpula de la iglesia y los altos mandos militares, han delineado y estructurado una sociedad donde el resto de los habitantes, una mayoría de peones, asalariados y pequeños comerciantes de productos básicos, luchaba día a día para sobrevivir.      

El otro punto fundamental ha sido el sistema económico global y la función que cumplió América Latina. Dotado por la naturaleza de recursos en cantidad y calidad (desde todo tipo de ganado, pasando por maíz hasta la producción de cacao o bananos), los países latinoamericanos se insertaron en el mundo como proveedores de materias primas de las potencias que comenzaban a industrializarse (primero la Gran Bretaña y luego los Estados Unidos).

¿Qué va a implicar esta situación en materia de desigualdad? Nos vamos a encontrar con una economía poco diversificada, hasta monoproductora en algunos países, donde desde el exterior y con la complicidad de las elites locales, solo se pregonaba el crecimiento de la riqueza de los señores de la tierra a través del comercio a gran escala y la provisión de la tecnología y la infraestructura de la época para mantener el flujo constante de materias primas desde la periferia hacia los centros. Mas aún, el efecto derrame era mínimo ante la compra casi exclusiva de productos suntuarios importados por parte de las elites – los únicos con poder de compra – en conjunción con inexistentes mercados internos. El siglo XIX nos encontraba con una población mayoritariamente campesina conformada por millones de peones que solo percibían lo mínimo indispensable para su subsistencia y reproducción; y que a su vez no contaban con la institucionalidad y legislación necesaria para hacer valer de reclamos que les permitan mejorar su calidad de vida.

Esta relación de dependencia se tornaría todavía más difícil en el siglo XX, con la complejización del escenario mundial debido a una profundización de las interrelaciones políticas y económicas transnacionales. En este sentido, dos factores claves entraran en juego en el escenario distributivo regional.

Por un lado, el crecimiento y fuerte asentamiento del capitalismo en el mundo occidental, especialmente vertido en América Latina por los Estados Unidos a través de la Doctrina Monroe y su firme decisión de dominar el hemisferio. El Capitalismo es un sistema concentrador de riqueza per se, por lo que requiere de un Estado fuerte y presente para balancear el poder de un mercado cada vez más influyente. Definitivamente, la fortaleza de los Estados latinoamericanos solo sirvió para profundizar las inequidades del sistema y defender la riqueza y el poder de las elites que se vieron claramente beneficiadas por la dinámica del sistema capitalista.

El otro tema a resaltar ha sido el comercio internacional, que comenzó como simples intercambios de bienes convenientes tanto para las periferias latinoamericanas como para los centros industriales (las primeras proveyendo materias primas y las segundas intercambiándolos por productos manufacturados), pero que en los hechos fácticos, determinó lo que luego se denominaría el “deterioro de los términos de intercambio” a nivel económico, y que luego derivaría en la “teoría de la dependencia” en el campo de la política.

Esta situación se ha observado a través de series temporales comerciales a nivel internacional. Las mismas han demostrado que en el largo plazo, el precio de los commodities y las materias primas decrecían en relación a los bienes manufacturados, provocando el deterioro de los términos de intercambio. Esta situación no solo tiene la implicancia de provocar importantes pérdidas económicas para los países latinoamericanos como un todo; sino que también, contribuyen a que la disminución en términos reales de la riqueza conlleve a una serie de vertientes negativas de índole distributivo.

Desde una visión Marxista, el plusvalor se traslada, injusta e inexplicablemente, desde la periferia a los centros a través de los vasos comunicantes del comercio internacional. Cuando un país pierde, todos sus habitantes pierden. Por lo menos en términos absolutos. Por otro lado, la retórica neoclásica establece que los países de centro, productores de manufacturas, le adicionaban un mayor valor agregado a sus productos. Por el contrario, las cadenas de valor son mínimas en América Latina, por lo que sus materias primas conllevan un menor valor que intensifica las perdidas en el intercambio comercial a través del tiempo.

Finalmente y luego de evaluar dos puntos en los que toda la sociedad latinoamericana se ha visto perjudicada, debemos mencionar un último caso, tal vez el más importante y dañino para la calidad de vida de las clases medias y bajas. La convivencia y acuerdo entre las elites locales y los intereses foráneos – llámese gobiernos de las potencias desarrolladas (especialmente los Estados Unidos) o corporaciones trasnacionales -, conlleva a una aceptación del status-quo. Las elites concentradas locales, realizando mínimos esfuerzos para modernizar un aparto agrícola-productivo simple y hasta las primeras décadas del siglo XX inagotable – permitiéndoles acumular enormes riquezas – , obviaban el hecho que las clases menos favorecidas reciban apenas un salario mínimo de subsistencia. Solo bastaba obedecer los mandatos externos: Estabilidad política y mantenimiento de la paz social era suficiente para que el sistema económico fluya con solidez.

Mientras tanto, a los trabajadores del mundo desarrollado poco les podía interesar esta situación de pobreza de sus pares latinoamericanos. La solidaridad internacional era prácticamente inexistente en el mundo occidental, ya que las problemáticas domésticas (guerras, crisis económicas, inconvenientes climáticos, etc.) junto con el desconocimiento derivado de una tecnología obsoleta a nivel de comunicaciones internacionales en la época, cercioraban la posibilidad de confraternizar entre las capas trabajadoras tanto de los centros como de la periferia. Si a esta situación le agregamos el individualismo característico observado en las sociedades imperiales de la época (especialmente de la emergente potencia norteamericana y su preponderancia en América Latina), difícilmente podríamos haber encontrado, desde una visión clasista del mundo desarrollado, una mirada proactiva puesta en las humildes mayorías latinoamericanas en la primera mitad del siglo XX.

Para complementar los factores económicos generales que incrementaron las desigualdades históricas de América Latina, la segunda post-guerra mundial acentúo las diferencias creadas por las estructuras económicas paradigmáticas, pero fundamentalmente a través del ala política y su intromisión a través de los gobiernos de turno.

En consonancia con un mundo desilusionado por la inexistente mano invisible del mercado que pudiera regular eficientemente los activos de las economías del mundo – especialmente luego de devastadora crisis de 1929’ que desembocó en el cierre de las fronteras comerciales y sus derivaciones altamente negativas en un ciclo económico -, las materias primas de América Latina comienzan a perder valor y los gobiernos latinoamericanos empiezan a plantearse la posibilidad de reemplazar las manufacturas importadas cada vez más costosas, por productos terminados de producción nacional.

Para ello, un nuevo rol del Estado era fundamental en cada uno de los países de la región.
En este sentido, la segunda post-guerra mundial remarcó la entrada con fuerza de los factores político-institucionales. Como lo mencionamos anteriormente, luego del fracaso caótico del libre mercado, junto con la pobreza y los conflictos intra e inter-estatales derivados de la falta de regulación estatal, la economía Keynesiana tomó pleno vigor en el mundo occidental. Esta situación se vio potenciada luego de que el triunfante Estados Unidos comenzara a mostrarle al mundo las bondades, en términos de crecimiento y desarrollo, de una economía con un Estado involucrado, promotor, y guía de una nueva y moderna infraestructura productiva. Si a ello le agregamos la creación de industrias de base, junto con implementación de diversas políticas sociales a través del “Estado de Bienestar”, podremos entender las claves para que los Estados Unidos se convierta, junto con la Unión Soviética, en la primera potencia del mundo a nivel socio-económico.

Entre esta vertiente Keynesiana y el comunismo Oriental, los dos grandes paradigmas de la época, comenzaron a surgir grupos de profesionales, comerciantes de clase media y obreros sindicalizados que quisieron introducir cambios para lograr un sistema político mas justo y equitativo, con Estados más transparentes e involucrados en el desarrollo económico y social de los pueblos en la región latinoamericana. 

En algunos países avanzaron tibiamente con procesos de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), mientras que otros intentaron realizar reformas agrarias que pudieran mejorar la distribución de la tierra y la calidad de vida de los campesinos. Pero en la plenitud de la guerra fría, esta reconversión productiva, económica y social era, para los Estados Unidos, una peligrosa forma de subversión que no podría ser tolerada.

Aquí entraron en juego otra vez los inconvenientes para los pueblos de América Latina. El miedo y las políticas de terror fueron homogéneas para toda la región, sin distinguir la potencialidad real de que estos pedidos de cambio deriven realmente en gobiernos comunistas que desestabilicen los intereses norteamericanos en Latinoamérica.

El producto de ello han sido políticas de control social (ya sea a través de gobiernos elegidos por el pueblo o, como ha sido en su generalidad, por intermedio de gobiernos militares afines a los Estados Unidos) que minaron las decisiones verdaderamente democráticas, especialmente en relación a las políticas económicas exógenas aplicadas que han perjudicado a los países de la región. Simplemente porque han sido políticas diseñadas para beneficiar casi exclusivamente a los países que las imponen. No por nada el deterioro en los términos de intercambio, los tratados bilaterales de comercio inequitativos o las licitaciones preferenciales relacionadas a contratos o inversiones, han sido un fiel reflejo de la historia latinoamericana. Y lamentablemente, las políticas económicas gubernamentales solo remarcaron y acentuaron las diferencias entre los diversos estratos sociales; sentando precedentes y fijando posiciones prácticamente inamovibles que perduran hasta la actualidad.

Pero existe aún otro punto más adverso que desagrega estas perdidas como país y profundiza las consecuencias negativas para con las capas medias, medias-bajas y bajas. Estos atisbos de cambio que fueron desmantelados en los albores de su nacimiento, eran construcciones políticas que buscaban como fin último la justicia social, la redistribución de la riqueza y el fortalecimiento de un Estado con capacidad de promover una sociedad más democrática y plural. El corte dramático de las mismas solo imposibilitó una mayor institucionalización, con la consecuente merma en la capacidad administrativa y una  regulación ineficiente por parte de los gobiernos en todos los países de la región.

Al finalizar la década de 1960 y ya entrados los años 70’, la política exterior norteamericana le proveyó a sus bases de apoyo locales el programa ideológico necesario para afianzar de manera definitiva el sistema imperante. En este sentido, el tridente compuesto por las Fuerzas Armadas, la iglesia y las elites agrícolas comenzó a sustentar su discurso en el liberalismo surgido en la escuela de Chicago. El anti-estatismo y la promoción de un sistema financiero sin vinculaciones con los aparatos productivos, solo podían derivar en una mayor concentración de la riqueza en grupos minoritarios, con estrechos lazos con el poder, y reconvertidos hacia el sistema financiero. Una vez más, esta reconversión económica ha ido en detrimento de las ya perjudicadas clases medias y bajas, quienes necesitan de un Estado activo para que a través de sus Pequeñas y Medianas Empresas (PYMES) y de su producción de bienes y servicios en la denominada “economía real”, sean motoras de una economía más inclusiva y generadora de empleos.    
Mientras tanto, ¿Qué había ocurrido con la esperanza que conllevaban los procesos de industrialización independentista? Solo algunos casos puntuales (como es el caso de Brasil por sus dimensiones y su representatividad en Sudamérica, o México por su cercanía y su histórica relación con los Estados Unidos) intentaron desarrollar industrias de base (como es el caso del cemento, la celulosa, la industria metal-mecánica o la química). Pero el impulso se realizó bajo el mismo concepto y generando las mismas problemáticas que los antiguos sectores agro-exportadores claves para las economías de la región: con la anuencia y convivencia de las elites estatales para monopolizar los mercados rentables y generadores de riqueza. Estos arreglos con vicios de corrupción tienen tres implicancias altamente negativas para la economía como un todo – en un mundo cada vez más competitivo e interdependiente -, pero sobre todo para las clases asalariadas que dependen de un crecimiento de la riqueza constante y en magnitud.

En un primer concepto, estás economías latinoamericanas monopólicas y oligopólicas en  sus sectores económicos claves, conspiraron contra los ideales teóricos de competencia de cualquier economía capitalista. Una economía competitiva implica más posibilidades para el desarrollo de PYMES, quienes son las mayores creadoras de empleo y permiten motorizar y dinamizar el mercado interno.

En sintonía con lo mencionado, los monopolios no promueven la innovación productiva, la tecnologización o el mejoramiento de procesos. Simplemente porque no lo necesitan, ya que operan en mercados cautivos. La consecuencia directa es la imposibilidad de competir en un mercado internacional cada vez más complejo; con la excepción de una baja de costos, que en su defecto se traduce en la baja de salarios. Por lo tanto, la economía como un todo se ve dañada por la falta de competitividad y la baja de salarios, con su consecuente depresión de los mercados internos, y conllevando aún más a una distribución de la riqueza más concentrada e inequitativa.

El último punto que debemos resaltar es que los monopolios y oligopolios han sido y son formadores de precios. Y en América Latina han abusado de esa condición, aumentando precios sin una justificación válida (es decir, contando con stock de producción y una rentabilidad más que aceptable) y generando una inflación que no solo ha recortado históricamente el poder adquisitivo del salario, sino que también ha perjudicado especialmente a los últimos y más débiles eslabones de la cadena productiva – en su mayoría pequeños comerciantes y cuentapropistas – en relación a la dificultad creciente para aprovisionarse de insumos, materias primas y capital de trabajo. Si a ello le agregamos la carencia e incapacidad de estos últimos para generar un ahorro suficiente, el aparato productivo se torna claramente ineficiente y sesgado hacia los capitales concentrados.

La década del 1970 no solo implicaría para América Latina la puesta en práctica de toda una batería de medidas de liberación comercial y financiera, sino que además significaría el comienzo de un ciclo que aún hoy constituye una mochila para los países latinoamericanos y sus habitantes: el peso de un endeudamiento externo que ya comenzaba a resentir las variables macroeconómicas. Los mismos provenían de los préstamos recibidos por parte gobiernos desarrollados, Organismos Multilaterales de Crédito nacidos con el fin de la segunda guerra mundial, o capitales financieros de toda índole que comenzaban a circular cada vez con más fuerza en el mercado internacional.

Debemos recalcar que el origen de los préstamos puede haber tenido las mejores intenciones en sus valores y fundamentos. Entre ellos podemos encontrar la estabilidad macroeconómica a través de la regulación de las tasas de interés y los tipos de cambio, o el desarrollo económico y social de los pueblos latinoamericanos a través de proyectos de infraestructura, microemprendimientos y programas sociales. Pero con instituciones enfermas y corruptas embebidas en gobiernos sin directrices claras ni vocación social, ha resultado imposible que la mayor parte de estos flujos de divisas se canalicen como debió haberse producido. Por otro lado, el interés foráneo generalmente no ha coincidido con las necesidades de la región. El altruismo de los prestamistas (incluyendo el Fondo Monetario Internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo), tiene sus limitaciones, preferencias y requerimientos, lo que ha implicado que sus préstamos no siempre han constituido técnicamente las mejores opciones para el país que requería del influjo de capitales.

Las consecuencias de la deuda externa – que en un primer momento parecía poder ser controlada por todos los países de la región – han llegado hasta nuestros días, transformándose en la problemática más importante a nivel macroeconómico que debe enfrentar cada vez que asume un nuevo gobierno en la región. El oneroso pago de los intereses y la deuda en si misma, se han ido acumulando a través de los años y ha provocado que muchas de las divisas genuinas que los países obtienen por sus aparatos productivos y que contribuyen al crecimiento del Producto Bruto Interno, sean dirigidas al pago de la deuda y no a Inversiones y Gasto Público que tanto necesitan los pueblos latinoamericanos.        

La década de los 80’ ha sido denominada la “década perdida” en materia económica para América Latina. Y su denominación se debe a las muy bajas tasas de crecimiento del producto en la mayoría de los países de la región, junto con un proceso de reacomodamiento al paradigma liberal (con los ejemplos del “Reaganomics” y el Tachtcherismo a nivel internacional), y una deuda externa cada vez más difícil de controlar. Desafortunadamente para los pueblos de América Latina, las políticas económicas correctivas pasaron a un segundo plano ante los inexorables movimientos y cambios políticos que se observaban en la región. Enfrentamiento entre guerrillas y paramilitares, guerras civiles, y procesos de incipiente democratización, eran moneda corriente en toda América Latina; dejando de lado cualquier tipo de atisbo de cambio que haya podido reducir la brecha entre ricos y pobres. Entonces la problemática se potenció, ya que cuando la pobreza y las inequidades son estructurales, la pasividad gubernamental solo deteriora los indicadores de desigualdad, ya que los ciclos vicios de desempleo y marginalidad son acumulativos y dinámicos. En una economía desarrollada, una baja tasa de crecimiento coyuntural puede ser tolerada con bajas tasas de natalidad. Pero este no ha sido el caso de América Latina, ya que para mejorar los niveles de calidad de vida de sus pueblos, los gobiernos debieron haber mantenido políticas redistributivas más allá de cualquier tipo de cambios en las variables macroeconómicas o en la coyuntura política- institucional. 

La década de 1990 estuvo marcada por el Consenso de Washington y la doctrina globalizadora neoliberal. La teoría del libre mercado que incluía la total movilidad de los flujos de capital a nivel internacional, las privatizaciones, la reducción de un Estado ineficiente, la disminución del Gasto público que logre eliminar el déficit fiscal, y la búsqueda de una balanza comercial superavitaria, fueron las bases, erróneamente homogéneas, que el mundo debía aplicar. Y América Latina no fue la excepción.

¿Cuál era la visión de los expertos promotores del Consenso, los Organismos Multilaterales de Crédito y los Estados Unidos junto con las principales potencias aliadas  Occidentales triunfantes de la guerra fría?

Según su visión, América Latina debía ordenarse macroeconomicamente, hacer más eficiente sus instituciones, y por sobre todo aprovechar la enorme liquidez internacional de capitales para promover un sólido crecimiento económico. Y sobre este último punto, la retroalimentación constante de los flujos de capitales generaría intereses y beneficios para los prestamistas del primer mundo (directa o indirectamente a través del reflujo motorizador de las de los mercados internos en las economías desarrolladas).

El gran inconveniente de estas políticas de puertas abiertas ha sido que los préstamos e inversiones llegaron a Latinoamérica en búsqueda de la obtención de enormes tasas de rentabilidad y no a realizar beneficencia con el tercer mundo. Y los distintos gobiernos nacionales de América Latina no han tenido las condiciones institucionales, técnicas y morales para administrar eficientemente estos recursos, ya sea a través de una sólida regulación de los mismos, guiando y promoviendo ciertos sectores claves de la economía, o focalizándose en la histórica y estructural problemática social en las que se encuentran inmersos todos los países de la región.

En los últimos años, la globalización y un mercado más complejo y competitivo a nivel internacional, han conllevado a que las tasas de ganancia doméstica en los países desarrollados sean cada vez menores (una calidad de vida digna para sus habitantes que implica mayores costos salariales, devaluaciones competitivas de otras monedas, menor innovación con mayor dificultad para encontrar nichos de mercado en donde insertarse, etc.) y ha derivado en que la búsqueda de una mayor rentabilidad que significaría culminar en el punto menos ético del desarrollo del capitalismo: terciarizar la producción de bienes y servicios al mundo sub-desarrollado, pagando salarios mínimos y provocando daños muchas veces irreversibles al medio ambiente. Y lo importante es entender que estas políticas no hubieran podido ser llevadas a cabo sin el apoyo recibido por los gobiernos de turno que el mismo capital internacional soborna. La América Latina de fines del siglo XX, abierta al mundo y deseosa de inversiones extranjeras – ya sea a través de IED (Inversión Extranjera Directa) o Capitales Volátiles (o comúnmente denominados Capitales Golondrina) – , ha sido la región ideal para llevar estos planes a cabo. Las endebles regulaciones en materia laboral y de medioambientales, junto con una corrupción enraizada en todas las esferas gubernamentales, han permitido a los flujos trasnacionales mantener altas tasas de ganancia con una mínima inversión (cuando la hubo) y sin ningún tipo de interés en los desarrollos locales.   

Las consecuencias de la apertura de mercado de la década de 1990 pusieron el acento en el aumento indiscriminado de las ya abultadas deudas externas, creando nuevos mercados monopólicos en los sectores claves de la economía (servicios, telecomunicaciones, recursos naturales), y profundizando una dependencia como nunca antes había vivido la región: los capitales extranjeros se adueñaron de los bienes nacionales, terciarizando, reorganizando y decidiendo de manera casi integra la forma y los beneficios a obtener en los mercados latinoamericanos.

En definitiva, el comienzo del siglo XXI no podría haber sido peor para las mayorías más pobres de América Latina. Con una deuda externa opresiva que no permitió proyectar un futuro con toda la potencialidad de cada país, elites locales y capitales extranjeros con un enorme poder y control nacional pero desasociados totalmente a los intereses de sus pueblos, y un Estado que varia entre el cortoplacismo, la incapacidad para generar ideas sólidas, y la falta de decisión política para mejorar de manera definitiva la distribución de la riqueza y la calidad de vida de todos los pobres de la región; la llegada de un nuevo siglo requería sin duda de cambios paradigmáticos para torcer el rumbo y mejorar el destino de los pueblos latinoamericanos. 

Entendiendo el pasado para explicar el futuro: Un siglo XXI de cambios y deudas pendientes

Lo vertido en el capítulo anterior explica por si solo este cambio drástico en una región donde se hacia insostenible vivir para la gran mayoría de los latinoamericanos. Lo que podríamos preguntarnos es el porqué de este momento histórico y no con anterioridad, ya que como hemos reflexionado, los puntos de inflexión y la necesidad de una mejora en la calidad de vida ha sido una constante en la historia de los pueblos latinoamericanos. Esta demás decir que cada país tiene sus especificidades. Pero solo a principios del siglo XXI se dieron las condiciones generales para que, democráticamente, las denominadas izquierdas latinoamericanas lleguen al poder.   El siglo XIX implicó un reacomodamiento de las sociedades latinoamericanas a lo que representaba ser nuevos Estados Soberanos. Lentamente, fueron encontrando su plenitud en diversos procesos de reconversión productiva que lideraban las elites agrícolas. Mientras tanto, los peones rurales y trabajadores de distintos oficios no veían más allá de la obtención de su sustento diario para sobrevivir. No podemos dejar de mencionar que durante el siglo XIX todavía no se había abolido la esclavitud (por lo menos de manera formal) en varios países de América Latina, lo que recrudeció y retrotrajo aún más la necesidad de un cambio profundo a nivel socio-jurídico e institucional. Las primeras décadas del siglo XX y hasta la finalización de la segunda guerra mundial, fueron años de inmigración masiva, principios de industrialización (incluyendo en materia de infraestructura urbana) y organización obrera; junto con el desarrollo de comercios y ciertas profesiones que vislumbraban el nacimiento de lo que luego conformaría la vida moderna tal como la conocemos en la actualidad. Aunque comienza a existir una mayor conciencia social de las clases trabajadoras y se obtuvieron ciertos beneficios sociales en sus respectivos oficios y en su calidad de vida en general, no se generó un pensamiento revolucionario que pudiera cambiar la estructura socio-económica y productiva en los países de la región. Los años 50’ y 60’ trajeron consigo vientos de igualdad provenientes de Oriente. La Unión Soviética y sus satélites mostraban que un mundo de equidades era posible; y grupos de profesionales, intelectuales y sindicalistas, nacidos durante un proceso de mayor institucionalización, buscaron la posibilidad de terminar con las desigualdades existentes. Pero sistemáticamente, cada uno de los procesos de cambio, ya sea por la vía democrática o la insurgencia civil, fueron abatidos y diezmados por las fuerzas militares; bajo las directivas y el aval ideológico de las elites locales que deseaban mantener el status quo económico y político, junto con el mandato de Washington de contener al comunismo “de cualquier manera” en la región. Y a medida que los años transcurrían, las posibilidades de cambio se hicieron cada vez más remotas. Estados Unidos crecía cada vez más ante una debilitada Unión Soviética que solo se ocupaba de lo macro pero se olvidaba del individuo. Y los promotores de los cambios eran acallados a través de la omisión, el repudio o sencillamente la muerte. Los años 1970s y 1980s ya mostraban un capitalismo triunfante a través de las pantallas del mundo. La globalización de las telecomunicaciones creó monopolios mediáticos que desde su nacimiento, pasaron a ser una base fundamental y arma poderosa de los grupos concentrados de poder. Esta exposición tecnológica iba a ser clave para diseminar en toda Latinoamérica la ola liberal nacida en la escuela de Chicago a fines de los años 1960s. En este sentido, mientras el socialismo era denigrado e igualado al nivel de cualquier dictadura totalitaria – sin ningún análisis racional de los beneficios socio-económicos que podría llevarle a los trabajadores en regiones del mundo específicas y ante casos puntuales – , los pobres de América Latina eran educados a través de los programas televisivos sobre la importancia de pagar una deuda externa que ellos no habían generado ni les había brindado algún tipo de beneficio (sin mencionar la incertidumbre de saber en donde se encontraban esos recursos).
Más aún, la retribución del pagar religiosamente la deuda externa tampoco llegaría en la década de los 1990s. La globalización neoliberal traería supuestamente un crecimiento económico constante y los ingresos se redistribuirían a través de un efecto derrame que muy pocos entendían (y a muchos menos beneficiaría). Lo único que ocurrió empíricamente ha sido un incremento en los niveles de concentración de la riqueza, pero con el agravante de que como nunca antes en la historia latinoamericana, los capitales extranjeros controlaban gran parte de los bienes materiales y los servicios esenciales; manejando de cierta forma, aunque de manera indirecta, los destinos de los países de América Latina. De esta manera, el ya restringido margen de maniobra de los gobiernos de la región, se resiente aún más y obstaculiza la realización de políticas autonómicas que puedan favorecer a sus ciudadanos más desprotegidos.         Pero para los grandes medios de comunicación concentrados, esta transformación ha sido solo parte de un proceso de reconversión productiva para lograr mayores “eficacias y eficiencias” en las variables macroeconómicas. Aunque algunas economías nacionales mejoraban como un todo – varias solo de manera momentánea – , el sentimiento popular comenzaba a entender que las mejoras no se traducían en términos microeconómicos y/o abarcativos sectorialmente.Los últimos años del siglo XX permitieron que una parte importante de la ciudadanía, anteriormente excluida y desentendida de los quehaceres nacionales, comience a evaluar su propio pasado personal y a su vez, contextualizarlo a nivel nacional. La profundización y diversidad de los medios de comunicación (Internet, Cadenas Internacionales de Noticias, Etc.) y una mayor conciencia social que se reflejaba en la creación de ONGs (Organizaciones no Gubernamentales) y Cooperativas de Trabajadores, eran los síntomas de los cambios que se iban a producir en el nuevo siglo que se avecinaba.  Finalmente, el siglo XXI nos encontró con la conjunción de una serie de variables comunes a toda Latinoamérica, que van a explicar el porqué de este giro a una izquierda más democrática y pluralista.
Por un lado, la consolidación de la democracia en la región. Establecida como un consenso global post-guerra fría, la democracia continua siendo ambigua en términos económicos para América Latina; aunque no así en términos políticos. Las desigualdades socio-económicas existentes no permiten un acceso pleno de toda la población a los bienes y servicios que brinda la economía como un todo; pero por el contrario, existe un mayor desarrollo de diversas vías políticas (llámese partidos, ONGs o cooperativas) que aprovechan una mayor institucionalidad desarrollada durante el transcurso de la experiencia democrática de las ultimas décadas en la mayoría de los gobiernos de la región.    

Un segundo punto fundamental es la estructuralidad de los ciclos viciosos de la pobreza, donde cuatro o más generaciones de latinoamericanos han vivido y continúan viviendo en la marginalidad, y sin percibir una marcada acción proactiva ni positiva por parte del Estado que pudiera asentar las bases sólidas de la educación y el trabajo. Mas aún, por el lado del sector privado concentrado, este no podía estar más a favor de la permanencia del status quo: salarios deprimidos a causa de altos niveles de desocupación junto con sindicatos débiles y corruptos; mercados no competitivos que erosionan el salario y los eslabones más sensibles de la cadena productiva; e instituciones ineficientes que potencian el poder de las elites e incrementan las inequidades socio-económicas.

Por el contrario, las esperanzas de los más humildes se posaron sobre los gobiernos constitucionales, los cuales deberían tener como objetivo primordial lograr balancear estas desigualdades, para proveer sociedades más inclusivas y con índices de calidad de vida dignos para sus poblaciones. Sin embargo, la historia acumula fracasos sustanciales y fundamentales por parte de los gobiernos latinoamericanos: Falta de políticas sociales para paliar las necesidades más básicas; carencia de una infraestructura acorde para el contexto habitacional; desidia para con la salud y la educación pública que atenta contra el futuro de los más pequeños; falta de inversión en ciencia, investigación y desarrollo que perpetua recursos humanos poco calificados y solo funcionales a una producción básica que favorece a los grupos concentrados de poder; y falta de acceso al crédito para la vivienda y la creación de pequeñas y medianas empresas – multiplicadoras en la creación de todo tipo de empleos -, solo para nombrar a las carencias más importantes.

El gran cambio de mentalidad surgido a principios de este siglo radica entonces en el entendimiento y convencimiento de gran parte de la ciudadanía postergada que el mercado per se no brindó ni brindaría a futuro soluciones para los más necesitados. Sus objetivos últimos y únicos se relacionan directamente con la obtención de mayores beneficios a través del aumento de la rentabilidad empresaria, en consonancia y en pleno confort con el status quo. Pero por el contrario, el Estado sí tiene las herramientas y el deber de cambiar en beneficio y en pos del bienestar general de los que menos tienen. Solo debe aplicar coherencia y ética para realizar políticas económicas (monetarias, fiscales y cambiarias) y sociales, con el foco en mejorar sustancialmente la distribución de la riqueza y terminar definitivamente con las estructuras socio-económicas exclusivas y carentes de movilidad social. Básicamente, poner la mirada en la gran base de pobres que tienen todas las sociedades latinoamericanas. Y el giro a la izquierda ha ido en busca de ello.      

El último gran replanteo ha sido a consecuencia de la información provista por los masivos y novedosos medios de comunicación, cuando los pueblos latinoamericanos comenzaron a comprobar que las explicaciones teóricas históricas conllevaban fundamentos falaces que nunca provocaron los resultados esperados en la vida real. En este sentido, la globalización de las últimas dos décadas ha sido clave para diseminar estos conceptos. Por lo que aunque la internacionalización neoliberal ha traído aspectos muy negativos para los trabajadores – llámese la terciarización con flexibilización laboral que ha depredado los salarios a nivel internacional, los tratados de libre comercio que pocas veces favorecieron a las empresas del mundo sub-desarrollado, o el incremento indiscriminado de flujos de capital financiero que no han respetado las culturas autóctonas, los recursos naturales o las autónomas nacionales -, también ha traído consigo un cambio reflexivo en la mentalidad de los pueblos a través de una diversidad de medios de comunicación y fuentes de información nunca antes vista. Aunque todavía no tienen el alcance masivo necesario para llegar absolutamente a toda la población, han superado las barreras intra-clasistas a través de una tecnología cada vez menos costosa y más accesible para los pueblos latinoamericanos, logrando un objetivo que hasta hoy en día ha sido clave: el poder contraponer y analizar hechos políticos, económicos y sociales a través de una mirada crítica y en pos de mejorar su calidad de vida.  

Este cambio en la mentalidad de los pueblos latinoamericanos ha sido acompañado por un cambio en el discurso político de la mayoría de los partidos de izquierda de la región. En este sentido, nos encontramos con dos cambios fundamentales que han sido los bastiones para que los partidos políticos más progresistas puedan llegar al poder en este siglo XXI.

El primer punto clave ha sido el fuerte componente nacionalista en la dialéctica de los partidos de izquierda. Aunque como hemos analizado la retórica nacional es falsa en sus bases cuando nos encontramos con sociedades tan desiguales, es muy efectiva en cuanto a la unión social a través de un objetivo común (deportivo, comunitario, institucional). Más aún en una región en donde el concepto patria ha sido realzado históricamente por las elites políticas y castristas, justamente para evitar que las diferencias sociales existentes provoquen un caos que desafíe el status quo. Por el contrario, la versión nacionalista de la nueva izquierda y de gran parte de la población más humilde en este siglo XXI, no posa su discurso en proezas militares o aranceles proteccionistas, sino que vierte su mirada en las mejoras socio-económicas para todos los pobres de las naciones latinoamericanas.    

Concatenándolo con el punto recién descripto, el otro factor diferenciador ha sido el pragmatismo promovido por los partidos de izquierda. La izquierda Latinoamérica menos radical (la mayoría), dejó de lado los ideologismos clásicos basados en discursos de épocas de guerra fría, y centraron sus posiciones en la problemática social como caballito de batalla para ganar las elecciones.  La idea de un cambio se montaba en dos principales motivos: a nivel mundial, la caída de la Unión Soviética y el “fracaso del Comunismo”, exacerbado por los ahora enormes holdings mediáticos Occidentales, le quitaron totalmente el encanto y el romanticismo de la pureza teórica. Por otro lado, en los ámbitos nacionales las palabras “comunista” o “socialista” no solo habían sido enseñadas por décadas como sinónimos de peligro y violencia, sino que muchos de sus partidarios habían sido perseguidos y asesinados mientras los partidos de izquierda eran desmantelados. Por lo tanto, las principales y más representativas voces de las camadas actuales encontraron en un discurso más “marketinero y pragmático”, la seducción necesaria para atraer los votos de las clases más desfavorecidas.  

En definitiva, los actuales gobiernos de izquierda tratan de parecerse más a las “social-democracias” europeas que a las antiguas estructuras mentales de la izquierda latinoamericana. Buscan utilizar sus mejores armas para ampliar el margen de maniobra, intentan insertarse en el sistema capitalista internacional dialogando y consensuando con las grandes corporaciones financieras e industriales nacionales e internacionales, y profundizan exponencialmente las políticas y programas sociales pero sin desafiar el status quo. Por lo tanto y a diferencia de lo que indicaría la teoría tradicional, la mayor parte de la izquierda se aggiorno y adaptó a la supra-estructura vigente.

¿Es posible y/o conveniente que se vuelva al viejo modelo de la izquierda más tradicional? Difícilmente ocurra en el corto plazo, con un comunismo mundial vencido y bastardeado – con logros pasados casi nunca realzados -, y aparatos locales que se asientan en una discursiva post-guerra fría. ¿Podrá entonces perdurar está “nueva izquierda” como gobierno – y no simplemente como oposición crítica – en América Latina? De ser así, ¿Cumplirá su cometido? 

Evidentemente, todavía quedan muchos puntos de mejora que son claves. Los vicios de corrupción institucional se mantienen y minan las eficiencias requeridas para lograr políticas de Estado efectivas que penetren profundamente en la población necesitada. Si a esto le agregamos la escasa predisposición para realizar reformas estructurales básicas que modifiquen de raíz las insoportables inequidades distributivas – llámese una adecuada reforma agraria, políticas anti-monopólicas, o programas que igualen el acceso a la salud y educación -, las deudas pendientes difícilmente se subsanen de manera definitiva; por lo menos en lo mediato.   

         
Finalmente y como lo habíamos mencionado, las estadísticas socio-económicas en la primera década del siglo XXI han sido alentadoras y avalan positivamente estos vientos de cambio para la mayoría de los pueblos latinoamericanos. Igualmente, no será tarea sencilla la cumplimentación de un proyecto a largo plazo que pueda llevar a los países de la región a un contexto de equidad y desarrollo sustentable para todos sus habitantes. Intereses corporativos y gubernamentales transnacionales, junto con la presión de las elites locales y las falencias partidarias intrínsecas (corrupción, administración ineficiente, disputas de contenido estrictamente electoralista), serán, sin dudas, obstáculos difíciles de sortear para lograr este objetivo.

Por ahora, la reconversión de la izquierda latinoamericana ha reflejado el principio de un cambio con algunas victorias incipientes. Pero la gran enseñanza que ha fecundado está vuelta de página en la región ha sido el entendimiento de su propia historia de los que siempre fueron marginados. La izquierda está triunfando porque la derecha nunca hizo bien las cosas. Y no debe perder la oportunidad histórica para realizar un verdadero cambio que mejore definitivamente la vida de todos, absolutamente todos, los habitantes de América Latina.