Publicado en el diario BAE, 04 de Enero de 2011.
Autor: Pablo Kornblum
El comienzo de 2011 no ha sido un año nuevo más para la política internacional. A partir del 1ro de Enero, Estonia se convirtió en la primera república ex soviética que se unió al Euro, conformando así en 17 los países que comparten la moneda común europea.
Para lograr la aceptación, el gobierno estonio aplicó en los últimos años duros planes de ajuste para cumplir con los criterios macroeconómicos exigidos por Bruselas, los cuales casi ningún país de la Eurozona cumple hoy en día. El gobierno estonio despidió a miles de funcionarios y redujo los salarios del sector público un 10%. Además, retrasó la edad de jubilación de 63 a 65 años, subió el IVA del 18 al 20% y aprobó una reforma laboral que no grava el despido. Estas medidas han podido ser puestas en marcha debido a 18 años de un modelo neoliberal que ha arrasado cualquier atisbo de resistencia civil para con los derechos económicos garantizados (mínimos o insuficientes, pero seguros), obtenidos durante el período soviético.
Las cuentas públicas de Estonia ahora están saneadas: 1,7% de déficit público, 1,3% de inflación y 7,2% de deuda pública para un país que busca asimilarse a los modelos más desarrollados de los países nórdicos: economías centradas en las nuevas tecnologías y con foco en una especialización que derive en incrementos constantes de los saldos exportables. En este sentido, el ministro de Economía, Juhan Parts, dijo la semana pasada que la adhesión al euro conllevará muchas ventajas que se complementan con esta visión macro y microeconómica que persigue el gobierno estonio: «Nuestro comercio exterior se hace en un 80% con la UE. El mercado común es ventajoso para nosotros. Permite a las empresas estonias vender sus productos más fácilmente y crear empleos».
Sin embargo, este nuevo camino ha generado una serie de incertidumbres en gran parte de la población. Por un lado, los nacionalistas que celebraron la creación de la corona estonia en 1992, observan impávidos la pérdida de un símbolo de su soberanía. Esta discusión no es un tema menor en un país donde la cuestión nacional todavía se debate a flor de piel luego de la caída de la Unión Soviética y enmarcado en un contexto global de multilateralidad creciente.
Por otro lado, la situación a nivel regional también se ha puesto sobre el tapete. Muchos se preguntan por qué hay que unirse a una zona monetaria jaqueada por la crisis de la deuda, donde lo vivenciado por los PIGS ha puesto de manifiesto las peores fragilidades sistémicas. El mismo gobernador del banco central polaco, Marek Belka, indicó el mes pasado que “Hay más riesgos de estar dentro de la eurozona que de estar fuera”. Tal como los polacos o los húngaros, muchos estonios hubieran preferido la cautela antes de avanzar con determinación hacia una eurozona mellada por las inestabilidades y la falta de objetivos comunes.
Sobre este aspecto, la política de derechos y obligaciones que implica la mancomunidad también ha potenciado la susceptibilidad de gran parte de la población. A pesar de los beneficios que se pueden obtener dada la mayor fluidez en la interrelación económica, existe el temor real que Estonia deba contribuir con su propio capital para futuros planes de rescate, desbalanceando sus cuentas públicas y promoviendo su propia quiebra financiera. Los estonios bien comprenden que la socialización de las ganancias no puede estar asociada a una individualización de las pérdidas dentro del actual contexto macroeconómico de la Unión Europea.
Finalmente, la cuestión geopolítica no es menor. Como la teoría lo indica, hay actores que por sus dimensiones (ya sea geográficas, demográficas o de recursos), no tienen capacidad de influir en las variables económicas o políticas internacionales. Este es el caso de Estonia, un pequeño país de 1,3 millones de personas, que aunque quiere mostrarse cada día más occidental ante los ojos del escenario internacional, es todavía altamente dependiente de los suministros energéticos que le compra al gigante ruso.
Para concluir, podemos observar que poco pareció importarle al gobierno estonio los efectos negativos expresados en los temores de su población. El imán de la europeización pareciera haber atraído más a los políticos que el cuidado y desarrollo nacional, económico y social de su pueblo. Lo extraño es que no será el único: a pesar de sufrir los coletazos de la crisis europea, los gobiernos de sus vecinos Letones (disminución del salario promedio en un 8,3% y reducción de 3,5% del PBI en 2010) y Lituanos (18,3% de desempleo en 2010) también esperan con ansias lograr unirse al Euro en el 2014, sepultando en el recuerdo de los libros de historia sus pasados soviéticos.
En definitiva, el mundo diseñado por los Organismos Internacionales de Crédito, los gurúes económicos y los intereses corporativos parecen haber cooptado una verdad absoluta que desdibuja los reales objetivos finales. Un claro ejemplo es la estimación del Fondo Monetario Internacional para con Estonia, al declarar que el paso al euro acelerará el crecimiento del 0,15% al 1,0% por año en las próximas dos décadas. Si se hará realidad y a quien beneficiará, pareciera ser un tema secundario para los gobernantes del ahora europeizado país báltico.