Publicado en el diario BAE, 24 de Noviembre de 2009.
Autor: Pablo Kornblum
La elección del primer ministro belga, Herman Van Rompuy, como nuevo presidente de la Unión Europea ha dejado un mensaje claro: lograr reproducir a nivel regional la paz social, el entendimiento y la cooperación lograda entre los flamencos que hablan holandés y los valones francófonos en su Bélgica natal.
Van Rompuy, ha visto cómo su reputación no ha hecho más que crecer desde que se hizo cargo del Gobierno en diciembre del pasado año. Tras heredar la jefatura del Gobierno de un país convulso por las disputas culturales, territoriales, económicas y lingüísticas entre dos comunidades que se ignoran sin ningún disimulo, Van Rompuy ha logrado revertir la mirada de una clase política desgastada y desacreditada, consiguiendo que Bélgica regresara a la normalidad sobre un temario que varió desde la inmigración hasta el presupuesto nacional.
Pero para Van Rumpuy, un hombre prácticamente desconocido hasta hace unos días fuera de Bélgica y sin experiencia internacional, la tarea no le será nada fácil. Para comenzar, transpolar un éxito micro a nivel macro nunca es fácil, aunque las condiciones y las variables en juego sean homogéneas. Controlar, administrar y mediar un país pequeño, no será lo mismo que lidiar con los más de trescientos millones de habitantes de la Unión Europea. La realidad, sin entrar en profundidades técnicas, lo demuestra: los países más desarrollados y menos conflictivos a nivel socio-económico de la tierra, apenas superan ligeramente los veinte millones de habitantes. Canadá, Australia y los países nórdicos son claros ejemplos de ello.
La segunda problemática se centra en la falta de conocimiento específico o en terrero que posee el dirigente belga. Tanto su demostrada capacidad en la arena económica, como su dedicada y fructuosa vida política en los últimos años en su país, no son suficiente para entender completamente la dinámica y la complejidad de una Unión Europea multiétnica, plurilinguistica, y desigual en su estructura económica y social. Aunque el recién elegido presidente de la UE se comprometió en su primer discurso a «tener en cuenta los intereses y sensibilidades de todos», las especificidades locales o fronterizas difícilmente puedan ser resueltas con las mismas recetas que el político belga utilizó puertas adentro de su país.
Por último, la construcción de acuerdos sociales y políticos dentro de un Estado-Nación ya constituido, como ha sido el caso de Bélgica, puede ser visualizado de una manera diametralmente opuesta desde una óptica anti-europea destructiva de los Estados y las culturas nacionales creadas siglos atrás. Para millones de nacionalistas, la Comunidad Europea solo representa el fin de una historia, valores y formas de vida en común que los contienen como familias, comunidades y nación. Como explicó un miembro de la Comisión Europea la semana pasada, “se necesita una persona capaz de negociar con los «egos» y las «culturas» de 27 Gobiernos”. Si a esta situación le agregamos los intereses económicos y políticos gubernamentales, corporativos y sindicales a nivel intra e interestatal, la lógica transnacional implica un desafío de enorme envergadura.
En definitiva, Van Rompuy deberá sortear todo tipo de obstáculos para que su paso europeo sea un éxito que pueda solidificar las bases y aristas principales sobre las que la Unión Europea ha sido creada décadas atrás. La conflictividad étnica, el derrumbe de los Estados de Bienestar potenciado por la crisis económica internacional, y el incremento de las tensiones geopolíticas que involucran a los nuevos miembros de Europa del Este dentro del escenario internacional, requerirán seguramente un esfuerzo aún mayor que su ya demostrado pasado como el hábil y avezado político que sacó a Bélgica del estancamiento económico y concilió con éxito el entendimiento entre francófonos y flamencos en su país natal.