Dos visiones sobre un mismo flagelo

Publicado en el diario BAE, 9 de Diciembre de 2008.

Autor: Pablo Kornblum

La semana pasada el gobierno de Bolivia firmó un convenio bilateral con el Brasil en el marco de la lucha contra el narcotráfico. Entre las prioridades del nuevo modelo de lucha antidrogas está la nacionalización, la regionalización y cooperación internacional para, en palabras del Ministro de Gobierno de Bolivia Alfredo Rada, “seguir llevando la lucha antinarcóticos de manera exitosa”. La declaración se dio luego de que el presidente Evo Morales suspendiera indefinidamente a la DEA, ya que según el primer mandatario, la agencia norteamericana había conspirado contra su Gobierno.
Resulta extraño que los Estados Unidos, la mayor potencia del mundo e impulsora de la globalización neoliberal capitalista, no comprenda la simple y elemental ley de Oferta y Demanda. Estados Unidos es el mayor consumidor de narcóticos del mundo, pero a su vez es el país que, supuestamente, realiza los mayores esfuerzos para luchar contra la producción y las redes de distribución de las drogas ilegales. Y aunque los teóricos Keynesianos se regocijarían explicándole a los gobernantes norteamericanas que la Demanda es la que estimula la Oferta, el poder ejecutivo norteamericano se rige por la única política que cree efectiva: matar al perro para acabar con la rabia.

En cuanto a los países productores, tenemos dos posturas diferentes. Por un lado, aquellos países que priorizan los intereses foráneos y puramente macroeconómicos; por el otro, los que comprenden al flagelo como una problemática socio-económica regional que debe ser analizada minuciosamente para poder balancear los costos y encontrar soluciones integrales.

En el primer grupo nos encontramos con Colombia y Méjico, países hasta el día de hoy aliados con los Estados Unidos y gobernados por elites locales que fomentan las relaciones carnales para percibir los beneficios políticos y económicos que esta relación conlleva (Tratados de Libre Comercio, lucha militarizada contra los grupos insurgentes, etc.), sin tener en cuenta los daños provocados a las economías regionales ni los impactos políticos y militares que desestabilizan las estructuras domésticas. En este sentido, las estadísticas indican que desde el comienzo del “Plan Colombia” en el año 2000, EEUU ha enviado aproximadamente 4.3 mil millones de dólares al gobierno colombiano para la lucha contra las drogas; siendo un 76% de este flujo solo para mejorar los recursos tecnológicos y humanos de las fuerzas militares. Pero si tomamos una foto actual de la situación del Plan, nos encontramos que los datos no son para nada alentadores: el precio de cocaína en EEUU ha bajado, tiene mayor pureza, y la superficie del territorio colombiano cultivado en coca ha incrementado 42%.

Brasil y Bolivia, por otro lado, tratan de encontrar soluciones de fondo a una problemática que tiene diversas vertientes y se encuentra profundamente enraizada en el tejido social. Para estos Estados, los cambios que se puedan producir no deben perjudicar ni debilitar un sistema productivo que debe ser reemplazado lo más rápido y eficientemente posible; incluyendo especialmente la recuperación de la microeconomía espacial, las condiciones medioambientales y los efectos derrame positivos sobre los puestos de trabajo que se generan en los polos industriales y agrícolas. Para citar un ejemplo, el ministro Rada declaró en el marco del convenio con Brasil que esta nueva política para Bolivia significa “la erradicación (de cultivos de la hoja de coca) sin violencia, sin matanza de campesinos, ni fumigaciones (de plantíos) que destruyan los ríos y las selvas”.

La solución no se encuentra en atacar los problemas como si fueran inconexos. Por el contrario, primero y fundamental es lograr solucionar los dilemas histórico-estructurales de los países productores que dependen en muchos casos de estos cultivos para motorizar la economía del país. Con un proyecto serio y a largo plazo, los Estados deben proveer gradualmente estructuras económicas sustitutas a través de políticas públicas que permitan mejorar las condiciones de vida de las poblaciones dependientes de las plantaciones productoras. Por otro lado, países altamente consumidores como los Estados Unidos deben realizar las políticas sanitarias preventivas y correctivas necesarias para concientizar a la población de los efectos adversos de estas drogas ilícitas. 

Para lograr estos objetivos, las relaciones bilaterales y multilaterales deben estar focalizadas claramente sobre las políticas estructurales específicas, en lugar de diluirse en  cuestiones macroeconómicas o geopolíticas generales donde solo se benefician grupos concentrados e intereses transnacionales que sacan provecho de las derivaciones de este flagelo. Por lo tanto, si los Estados no toman cartas en el asunto para atacar la raíz del problema, la problemática seguirá, como hasta ahora, enmarcada dentro de un simple mercado de Oferta y Demanda.