Pablo Kornblum para Ámbito Financiero, 23-6-2020
En palabras del reconocido filósofo y jurista alemán Carl Schmitt, la expropiación es parte esencial del ‘nomos de la tierra’; es decir, del arreglo territorial primordial que es consustancial a todo Estado. Así lo entendía el difunto Comandante y entonces presidente de Venezuela Hugo Chávez, cuando gritaba a los cuatro vientos “¿De quién es ese edificio? ¡Pues exprópiese, exprópiese!” Propiedades, empresas petroleras (como el famoso caso de la estadounidense ExxonMobil, la cual pidió un pago “justo” de 10.000 y solo recibió 908 millones de dólares después de la expropiación de todos sus activos en el país), de telecomunicaciones – para evitar la propagación de la información enemiga -, tierras (que se aseguraba eran improductivas y debían destinarse a fomentar la “seguridad y soberanía alimentaria”, en un país que importa alrededor 70% de los alimentos que consume), y todo tipo de industrias de enorme envergadura y relevancia fueron expropiadas y nacionalizadas. Quienes llevan las cuentas desde “algún lugar del imperio” dicen que las propiedades privadas expropiadas han sido 1.440 durante sus 13 años de gobierno.
Pero la historia de la expropiación es mucho más que el fresco recuerdo chavista. Ya sea en la teoría o la praxis. Desde de una visión jurídica, económica, o social. Pero sobre todo, en la conjunción de todos estos campos de análisis. Solo para citar un ejemplo, la Teoría de los Costos Sociales de Ronald Coase indicaba que bajo el supuesto que los costos de transacción sean muy elevados, la misión del derecho es simular la situación eficiente, aquella que habría surgido si los costos de transacción no fuesen significativos. Por ende, el derecho actúa simulando al mercado al asignar la titularidad a quien más la valore; ya que, en un contexto de altos costos de transacción, la asignación de los derechos de propiedad repercutiría en el bienestar social. Bajo este marco, la expropiación será socialmente eficiente si es que la ganancia social (suma de ganancias individuales) es mayor que la pérdida social (suma de pérdidas individuales). Y aquí entra en juego si quienes obtienen el bien lo valoran más que quien lo pierde.
Alejándonos tangencialmente de la visión neoclásica, los marxistas van más atrás en la historia y afirman que con el emerger del capitalismo en los albores del siglo XVIII, se generó una desintegración del proceso de “acumulación originaria”, sustentado en la expropiación de las condiciones de producción, el acceso a la tierra y la propiedad de los medios de producción; los saberes, acumulados por campesinos y artesanos durante generaciones; y los productos de trabajo, mediante formas de división, mecanización y automatización del trabajo. Una victoria del capital por sobre el trabajo.
Sin embargo, el comunismo se tomó revancha muchos años después. Al día de hoy, son 5.913 las empresas estadounidenses que todavía mantienen una demanda oficial contra las expropiaciones sin compensación de más de 7.000 millones de dólares realizadas por el gobierno cubano al mando del entonces presidente Fidel Castro. Los cubanos alegan que ya lo pagaron con creces. Fue precisamente la nacionalización sin compensación de bienes de empresas estadounidenses lo que detonó el embargo; un “bloqueo” que le costó a la isla 100.000 millones de dólares en las últimas seis décadas. Económicamente, los números no les han cerrado a los “barbudos revolucionarios”. Sin embargo, ciertas variables como la ideología y la patria suelen prevalecer en un régimen que ha sabido surfear las vicisitudes entremezclando un férreo control comunicacional y un incondicional apoyo internacional en ciertos valores del desarrollo socio-económico (como la salud y la educación, aunque discutidas en su calidad), inclaudicables para con el resto del progresismo en el mundo capitalista.
Estados Unidos había aprendido la lección; por ende, un par de décadas más tarde no corrió con la misma suerte el primer “comunista democrático” de Latinoamérica, el Dr. Salvador Allende. A 50 años de la promulgación de Ley de Reforma Agraria bajo su gobierno, el sentimiento de gratitud para con la expropiación y el control de los recursos naturales por parte de campesinos pobres y trabajadores industriales tuvo una respuesta letal por parte de la oligarquía que luego gobernó (y todavía gobierna, aunque matizada bajo el halo de la democracia y el discurso suavizado), el país trasandino. Augusto Pinochet fue solo el brazo ejecutor de una política donde la expropiación marxista no tenía lugar bajo la Doctrina Monroe del Imperio.
Es evidente que la interdependencia compleja – que entremezcla los intereses de los actores estatales y no estatales – juega un rol trascendental cuando hablamos de expropiaciones. En el año 2000, un tribunal arbitral internacional condenó a México a pagar una indemnización de casi 17 millones de dólares a Metalclad, una empresa norteamericana radicada al sur del Rio Bravo que se dedicaba al tratamiento de residuos peligrosos. El fallo indicaba que la compañía estadounidense había sido “víctima de una injusta expropiación”. Sin entrar en detalles del caso, se sabía que el abultado monto a pagar era una consecuencia inevitable de la reducción de la soberanía que devino del Tratado de Libre Comercio de América del Norte entre Estados Unidos, México y Canadá: en este aspecto, la única reforma importante de la ley de Expropiación que databa de la década de 1930’ tuvo lugar en el año 1993 durante el acuerdo del TLC, cuando se modificó el criterio para con el pago indemnizatorio de una expropiación, que pasaría a ser el valor comercial de lo expropiado y no más el valor de la tierra.
Pero como suele ocurrir en la arena internacional, una cosa es lo que se dice hacia afuera, y otra es lo que se hace puertas adentro. Sino pregúntenles a los 90 terratenientes texanos que viven en las adyacencias de la frontera mexicana, a los cuales el año pasado les llegó una notificación del Departamento de Justicia estadounidense sobre las intenciones del gobierno de Donald Trump de comprar o, en caso que se nieguen, expropiar sus terrenos. Extraño en un país que protege con celosía la propiedad privada como bien sacro. O no tanto.
En este sentido, cabe destacar que el régimen expropiatorio es un indicador importante de lo que ocurre a trasluz del poder gubernamental en general. En particular, si aceptamos la hipótesis de un debilitamiento del Estado-Nacional o, al menos, de una re–configuración de sus instituciones y sus capacidades en el contexto global. En las últimas décadas, en una gran cantidad de países en el mundo el declive en el margen de maniobra de políticos ha tenido su contrapunto con el fortalecimiento del poder judicial (en los casos que mantiene su independencia, por supuesto), a través del surgimiento de nuevas formas de protección de los derechos individuales y colectivos. La “logia” judicial sostiene que, aunque incapacitado de conseguir objetivos sociales específicos, lo mejor que se puede hacer es brindar un orden estable que permita a los individuos la libertad de luchar por alcanzar sus propios objetivos; lo que implica que las reglas a las que se debe sujetar la expropiación tienen como una de sus principales funciones construir un sistema que permita a los individuos predecir con cierta certeza el futuro de sus inversiones y de sus derechos de propiedad privada.
Por supuesto, no en todo el mundo ocurre lo mismo: existen gobiernos fuertes y paternalistas que conviven con un débil y cooptado estado de derecho (semi-dictatoriales, diría algún académico occidental). Tenemos como ejemplo el caso de China u otros países del Sudeste Asiático, donde se ha hecho un uso extensivo de la expropiación para dar paso a proyectos de infraestructura y de expansión urbana; avallando, sin ponerse colorados, cualquier tipo de oposición de particulares. Y lo peor para estos últimos, en muchas ocasiones se les han otorgado indemnizaciones ridículamente ínfimas.
Hablando de los perdedores sin tierra, no tenemos que irnos tan lejos viviendo en la región más inequitativa del planeta. Nuestro vecino Paraguay da cuenta de ello: el 2,6% de los propietarios son dueños del 84,8 % de las tierras explotadas. Como contraparte, en el país existen más de 300.000 familias campesinas sin tierras. Para las elites enquistadas en el poder hace más de un siglo, no pareciera que hay mucho por hacer. De racional sensibilidad social, bien gracias. Solamente, como suele ocurrir en una nación aguerrida y creyente, la historia demuestra que la solución para los más desahuciados se ha encontrado o bien ‘por las malas’, como ocurrió en el año 1995 cuando el Congreso expropió 7.137 hectáreas en el departamento de Amambay con el mero objetivo de devolver la paz social luego del asesinato de Pedro Cohene (un líder de la Organización Nacional Campesina, quien fuera ejecutado por sicarios contratados por terratenientes); o mismo con la ayuda la Diócesis de Concepción de la Iglesia Católica, la cual apoyó en el año 1997 la expropiación de las 267.836 hectáreas de la empresa CIPASA, ubicada en los departamentos de Concepción y Amambay.
Pero como la desigualdad socio-económica se incrementa día a día en todo el mundo y ya no es menester solo de los países subdesarrollados, no es de extrañar la reciente iniciativa ciudadana para expropiar a cualquier empresa inmobiliaria que posea más de 3.000 apartamentos en Berlín. Parafraseando a la emblemática señora de los almuerzos con el “Estas muy politizada, muy de izquierda”, los socialdemócratas gobernantes del SPD han rechazado la petición de resocialización. Como alternativa, han promovido alentar nuevas construcciones, comprar viviendas existentes para alojamiento asequible y limitar los precios del alquiler (que se incrementaron el 100% en la última década). Algo similar ocurre en Francia. El ministro de Vivienda, Julien Denormandie, ha afirmado que “es inaceptable tener tantas viviendas vacías. Me refiero en concreto a estos edificios de oficinas o apartamentos que están a menudo en manos de bancos y aseguradoras. Aunque, por supuesto, la expropiación es el último recurso.” Claro, no sea que suene demasiado a pretender llevar a cabo un cambio revolucionario. El único motivo para desestabilizar el statu-quo debería ser un hecho excepcional, sostienen los conservadores, como ha ocurrido con la actual pandemia del COVID-19. Es por ello que el ejecutivo español del PSOE, no ha tenido una oposición férrea para desempolvar la “Ley de Expropiación Forzosa” todavía vigente del año 1954: en este caso, para asegurarse las mascarillas y otros insumos de salud en caso de que sea necesario.
Como contraparte, los gobernantes comprenden que los puntos de inflexión que implican llevar a cabo procesos expropiatorios, suelen generan enormes costos políticos, con potenciales efectos derrames – en muchas ocasiones negativos – para el resto de la sociedad. Sino miremos a nuestro país, luego de que en el año 2012, el gobierno expropiará el 51% de las acciones de YPF de manos de la empresa española Repsol. La medida, que buscaba retomar el control estatal de la petrolera para asegurar el autoabastecimiento energético del país, generó rápidamente la reacción de la comunidad internacional y de potenciales nuevos inversionistas ante el ‘carácter discriminatorio’ de una medida que “claramente obstaculizaba el buen clima para con los inversionistas”. Si a ello le adicionamos la falta de tecnologías propias para explotar Vaca Muerta, el gobierno argentino quedó entre la espada y la pared; la consecuencia, poco tiempo después se vio obligado a revertir los nuevos controles sobre la inversión extranjera, pagó compensaciones pendientes establecidas en laudos anteriores, acordó una indemnización con Repsol por fuera de su propia legislación, y ofreció generosas concesiones a la petrolera estadounidense Chevron para que esta invirtiera en los nuevos yacimientos.
En definitiva, una expropiación que para algunos se llevó a cabo de manera ‘atolondrada’, sin un completo análisis de prospectiva, con indeseados y contraproducentes efectos económicos. Desde el otro lado del mostrador dirán que entienden que existe “cierta resistencia” en el mundo de las políticas sociales a reconocer problemas de eficiencia económica y jurisprudencia sobre la propiedad; pero dirán que más difícil aún es encontrar en los organismos financieros internacionales y los capitales concentrados cualquier referencia a los derechos socio-económicos básicos de las mayorías empobrecidas. Aunque luego recibirán como respuesta que la expropiación es en realidad una consecuencia de la mala praxis de política macroeconómica previa, y no de los “consecuentes y lógicos” intereses del sector privado. Pero aquella “mala política” la realizó el gobierno previo de otro color político, volverán a retrucar. Y así sucesivamente. Evidentemente, encontrar el equilibrio no es para nada sencillo.
Para concluir, solo queda por afirmar que la expropiación nos debe llevar a un análisis complejo de «pesos y contrapesos» de carácter global, con actores profundamente diversos y con objetivos que en muchas ocasiones son diametralmente opuestos. Porque como dijo Pierre-Joseph Proudhon, filósofo, político y uno de los padres del movimiento anarquista, “La propiedad privada comenzó cuando alguien cercó la tierra, dijo esto es mío, y otro le creyó”. Y así seguimos, discutiendo que si la expropiar está bien o no. La respuesta, la misma de siempre. Depende de que intereses defendamos.