AFJP: Auge y decepción de un gran negocio (para pocos)

Por Pablo Kornblum para Ámbito Financiero 02-08-2020

https://www.ambito.com/opiniones/afp/afjp-auge-y-decepcion-un-gran-negocio-para-pocos-n5121844

Se confirmó. El parlamento chileno aprobó la modificación constitucional que les permitirá a los ciudadanos trasandinos retirar hasta un 10% de sus ahorros previsionales de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP). Lejos de que se haya generado un debate político de niveles desproporcionados en la sociedad, la mayoría de los chilenos no solo no ve una amenaza en ello, sino que lo ha tomado con algarabía; simplemente porque ya saben que el sistema no funciona y las pensiones son miserables, incluso para una gran parte de quienes han aportado – con bajas e inestables contribuciones – toda su vida. Para graficarlo en pocas palabras, el año pasado 127.000 personas se jubilaron con apenas 49.000 pesos mensuales, lo que equivaldría a alrededor de 60 dólares estadounidenses. El promedio que paga el sistema es de 250 dólares al mes. ¿Cómo se llega a este número? Simplemente porque incluye el aporte del Estado denominado ‘pilar solidario’, lo que evita una presión social extra que implicaría que la mayoría de los jubilados caiga en la pobreza absoluta.

¿Cómo se llegó a esta situación? La historia indica que las AFP nacen en Chile en el año 1980, época donde gobernaba con mano de hierro el entonces presidente Augusto Pinochet. Con la discursiva que la capitalización individual era la mejor inversión para el usufructo de los últimos años de vida de los chilenos, el gobierno de facto sostenía que los sistemas estatales de jubilación eran ineficientes y un “lastre” para con las finanzas públicas. Como contraparte, los ‘novedosos’ fondos privados de pensiones eran un ‘mecanismo más transparente y eficaz’ para administrar los ahorros de los futuros jubilados. En pocas palabras: costo cero para el Estado, mejores jubilaciones para los chilenos. El mismo José Piñera, hermano del actual presidente y entonces Ministro del Trabajo, afirmaba que los chilenos se jubilarían con el 70% u 80% de lo que percibían durante sus años de actividad. En definitiva, una gran victoria de los nefastamente famosos “Chicago Boys”, quienes manejaron la economía chilena hasta el año 1990 cuando concluyó la dictadura pinochetista. Y posteriormente, también la Argentina.

Solo hubo un pequeño detalle, no menor. Del proyecto quedaron excluidos (no extrañamente) los miembros de las Fuerzas Armadas. ¿Habrá sabido el general y su círculo rojo que el sistema realmente no funcionaba tal cual había sido planteado? Probablemente, a sabiendas que la microeconomía de desvalidos trabajadores ya se vivenciaba bajo una macroeconomía menguante y profundamente inequitativa. Un sistema que solo descansa en el aporte del trabajador y, paradójicamente, financia a los grupos concentrados no solo para hacer sus negocios y fugar dinero, sino pero algo más perverso aún: la mayoría de las AFP son bancos (o socios de los mismos) que prestan dinero a los propios trabajadores a tasas exorbitantes, en un círculo vicioso donde el “win-win” es siempre para el mismo bando.

Pero además, lo más relevante era el negocio que abría para las AFP. El más importante para las concentradas elites chilenas en el último medio siglo. Porque en definitiva, no es (solo) un fondo de pensiones; más bien es un fondo de acumulación de capital y como tal ha sido enormemente eficiente, ya que ha permitido a la banca, el retail y empresas de distintos rubros (Cencosud, Endesa, Latam, Enersis, Falabella, Colbún, Copec, Soquimich, AES Gener, CMPC) crecer de una manera que habría sido imposible sin esa inyección de capital. Los números hablan por sí solos: de cada 100 pesos que reciben las AFP, 30 pesos los usan para pagar jubilaciones y con el resto (además de las ingentes  comisiones) se genera un fondo de acumulación – un agujero negro para la mayoría de los chilenos -, que tiene “vida y juego propio”, y que actualmente equivale al 80% del PBI de Chile.

Cuarenta años más tarde, y aunque lejos se encuentra de derribar el statu-quo del sistema previsional, es entonces una obviedad que el actual presidente Piñera se haya pronunciado en contra de la actual enmienda parlamentaria; las AFP han sido uno de sus pulmones – para no decir el vital corazón – que le ha permitido incrementar exponencialmente su riqueza y la de la elite que lo rodea política y financieramente. Sin embargo, no todo es adverso para su persona: su conformidad ante esta victoria popular es un respiro para su – para muchos, irremontable – imagen presidencial. Según los últimos sondeos de varias consultoras de distinta procedencia, la misma ronda entre el 75% y el 80% de negatividad.

Es que a decir verdad, no hay racionalidad para que las mayorías de los chilenos defiendan al sistema.  Por ejemplo, con las AFP una persona que tuvo un relativamente buen sueldo como empleado toda su vida percibe, en el mejor de los casos, un 35% de lo que ganaba en actividad. Pero si tenemos en cuenta que el promedio de ingresos del jubilado es del 20% del activo, se requiere además una subvención del Estado para alcanzar cierto nivel de dignidad.

La no sustentabilidad moral de esta estructura tuvo sus discusiones en el pasado reciente. El gobierno de la entonces presidenta Michelle Bachelet había propuesto – infructuosamente – el establecimiento de una AFP estatal que compitiese con las privadas, lo que presumiblemente redundaría en beneficio de los trabajadores por una mayor competencia con una aseguradora que generaría mayor rentabilidad. En Costa Rica, por ejemplo, una entidad estatal, la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), coexiste con varias entidades privadas que recogen el ahorro de las llamadas pensiones complementarias de los ciudadanos. En Uruguay ocurre lo mismo: varios fondos privados compiten con uno de origen estatal para captar el ahorro jubilatorio de los ciudadanos.

¿Es posible copiar lo que ocurre en otras latitudes? Difícil, ya que está harto probado que el sistema de seguridad social se encuentra altamente correlacionado con el nivel de desarrollo de un país. En todo sentido: institucional, cultural, ético. En este sentido, en los países del mundo que mejores jubilaciones se pagan, como Dinamarca u Holanda (cerca del 80% de lo que percibía el trabajador como activo), el sistema privado no solo compite con el estatal, sino que también se complementa, en un equilibrio cuasi óptimo entre adecuación, suficiencia y sostenibilidad.

En el caso de Dinamarca, todos los residentes tienen derecho a recibir la pensión social publica (llamada «folkepension») al llegar a la edad de jubilarse (67 años), la cual representa hasta un máximo del 17% del salario medio (con 40 años de aporte); pero además, el mismo es complementado con fondos privados, como el ATP para quienes se encuentran en relación de dependencia, de contribución obligatoria para quienes trabajen al menos de 9 horas semanales, y otros seguros privados de tinte voluntario. La gran diferencia de la contribución privada de los asalariados con el sistema chileno, es que el danés es financiado de forma conjunta, un tercio por parte de los trabajadores y el resto por parte de la empresa. En este aspecto, es imposible para muchos habitantes de la América Latina inestable socio-laboralmente, pensar en cuatro décadas de empleo consecutivo. Más difícil aún, hacer efectiva la contribución patronal sin vicios de evasión o reticencia política permanente. Sin embargo, la descripta es la “lógica normalidad” del país escandinavo, con una desocupación mínima, un PBI per cápita que lo sitúa entre el número 15 y 20 de mayor ingreso del mundo (con un monto que ronda los 52.000 dólares anuales), y con una sociedad que entiende que el Estado se encuentra para velar por el bien común y equiparar las desigualdades intrínsecas sistémicas.

Por otro lado, el sistema holandés es extraordinariamente flexible. Ofrece una red de seguridad pública a todos los trabajadores, y después son ellos los que deciden la cantidad que desean obtener al momento de su jubilación. Una parte del sistema incluye una pensión pública básica, con un valor igual al Salario Mínimo Interprofesional del país, alrededor de 1.400 euros mensuales. La otra parte del sistema es de carácter voluntario y privado. Las entidades financieras y aseguradoras de Holanda ofrecen una red con cerca de 5.000 planes de pensiones a los que las empresas y trabajadores pueden acogerse dependiendo de las características que ellos mismos quieran: en este sentido, el 92% de los trabajadores del país están cubiertos por uno de estos planes. Los más conservadores garantizan una renta fija al jubilarse; mientras los más agresivos consideran un aporte determinado de los trabajadores, que después se revaloriza dependiendo del acierto que haya tenido el fondo de pensiones en sus inversiones. Holanda, con similares índices económicos que Dinamarca, también descansa en un desarrollo socio-económico de primer nivel, en consonancia con un sistema superador que les brinda a los ciudadanos una cobertura económica digna, democrática y totalizadora, según sus deseos y trayectoria laboral.

Sin embargo, también existe una tercera opción, diferente al sistema de capitalización o al mixto. Es de aquellos que entienden a la exclusividad privada como la apropiación – lisa y llana – por parte de los intereses concentrados, por sobre quienes sufren las injusticias de una economía que los excluye y los condena a la pobreza y a la marginalidad. La Bolivia de Evo Morales fue un caso testigo: debido a la descapitalización de los fondos privados y sus múltiples atrasos en el pago de jubilaciones, desde el 10 de diciembre de 2010 se inició el retorno de la administración de la totalidad de los fondos de pensiones al Estado.

En nuestro país, ocurrió algo similar en el año 2008. El sistema de Aseguradoras de Fondos y Pensiones (AFJP), impulsada por el entonces Ministro de Economía Domingo Cavallo en el año 1993, fue en un enorme negocio donde las aseguradoras se quedaron en sus 15 años de existencia con comisiones estimadas en 12.200 millones de dólares. Si a ello le adicionamos las utilidades engrosadas de las empresas beneficiadas con las rebajas de aportes patronales, se calcula que el perjuicio para las arcas del Estado Argentino superaron largamente los 75.000 millones de dólares.

Por supuesto, en el mundo de las pujas de intereses permanentes, las AFJP se han defendido con uñas y dientes. Que la culpa es de la inestabilidad del capitalismo financiero y sus consecuentes crisis en los mercados mundiales – como las regionales de finales de la década de 1990’ o la global de 2008 – (extrañamente, ya que el reclamo entonces sería contra su propio funcionamiento y objetivos per se), que el problema es la política por la mala praxis de la economía doméstica (ya sea por la pesificación de los ahorros en el año 2002, la dificultad para repatriar el capital invertido, las altas tasas de inflación, etc.), o que la demografía de la relación aportantes/pensionados se tornó inesperadamente adversa (como si no lo hubieran analizado con una simple línea histórica).

Todos entendemos que el sistema económico que resguarda los recursos de la vejez  funciona con un sinnúmero de sincronizadas variables a la vez (los activos donde se invierten los recursos, la macro, el nivel de los sueldos de una economía). ¿Pero acaso no es parte del riesgo que corren las mismas AFJP al entrar al negocio y, por ende, son corresponsables? ¿Tienen la mayoría de los trabajadores, con enorme esfuerzo y un menor margen de comprensión y opciones para cuidar sus ahorros para llegar con dignidad los últimos años de vida, lidiar con la mayor parte de la responsabilidad? ¿“La patria es el otro”? ¿O deberíamos aceptar la realidad y en su lugar acuñar la frase “la culpa es del otro”?

Por supuesto, están quienes dirán que la utilización de los recursos de los aportantes por parte de los sucesivos gobiernos hubiera sido más espuria que las realizadas por las mismas AFJP. Pero en el análisis de los hipotéticos escenarios contra fácticos, la respuesta de quienes defienden el sistema de reparto estatal es la misma: la decisión del dinero del pueblo debe quedar en manos de quienes el pueblo decide que lo gerencien para con el bien común futuro. Aquellos que no conllevan como leitmotiv el objetivo de la acumulación, que tan mal han manejado las inversiones para los aportantes, pero tan bien para sus propios bolsillos. Por supuesto, los detractores darán cuenta de una historia estatal que habla de corrupción, ineficiencia, transferencia de recursos hacia otros sectores (y actores), y una total falta de racionalidad distributiva a la hora de poner el foco en los distintos grupos socio-económicos de jubilados. Los números no mienten: en la actualidad hay un más que importante porcentaje de gasto previsional (alrededor del 10% del PBI), existe una inquietante informalidad laboral (en torno al 40% de la Población Económicamente Activa), menos de la mitad de la población alcanza a contribuir con los 30 años de aportes requeridos, y la tasa desocupación (actualmente cercana al 11%) hace décadas que lejos se encuentra de conllevar una tendencia de descenso estructural.

Bajo el escenario descripto, la frase del Senador chileno Jaime Quintana del PPD (Partido Por la Democracia, sobreviviente de la extinta “Concertación” que logró el fin de la Dictadura) en plena discusión por la modificación de la ley, fue esclarecedora: “Hoy estos dineros son más útiles en manos de las familias que en las bolsas de valores o en los bancos». En definitiva, hay una grieta entre la mayor parte de los chilenos y sus elites. Simplemente porque en la inequidad reinante, las elites políticas nunca cuestionaron verdaderamente las injusticias del sistema que ellos mismos crearon. Y sus aliados pertenecientes a las elites económicas – a veces hasta ellos mismos, o a través de testaferros familiares o testimoniales -, son quienes en convivencia han usufructuado cifras de ganancias exorbitantes. Por ende, y con lógica razón, el pueblo difícilmente confíe en quienes detentan el poder. ¿Pueden las mayorías relegadas y empobrecidas autogestionar su futuro? Pregunta amplia, con retórica compleja. Lo que si realmente entristece es observar, con cierta congoja, como la democracia representativa no brinda respuestas. Y cuando ello se traduce en una decepción desesperanzadora, se transforma, como hemos visto en las revueltas del año pasado, en una bronca descontrolada con final incierto; y que, como mera reflexión para con la supervivencia sistémica del statu-quo, debería más que preocupar a quienes detentan los destinos de Chile hace casi medio siglo.