El fin de la era Uribe

Publicado en el diario BAE, 3 de Agosto de 2010.

Autor: Pablo Kornblum

El final del segundo mandato del presidente Álvaro Uribe ha llegado. Han sido ocho años donde el poder ha estado concentrado en su persona y en el cual el mismo mandatario ha promovido todo tipo de reformas constitucionales para intentar debilitar y asfixiar a los contrapoderes que lo obstaculizaron. Esta situación no es extraña y tiene una razón de ser: la existencia de todo tipo de escándalos han salpicado a su gobierno durante ambos periodos presidenciales.

Entre los más resonantes, está la llamada parapolítica, con el que se denunció las relaciones de los políticos con narcotraficantes y paramilitares. En este sentido, altos mandos de la principal Agencia de Inteligencia (DAS), fueron acusados de infiltrar paramilitares para cometer asesinatos y realizar labores de inteligencia contra activistas de derechos humanos y sindicalistas. Según el estudio realizado por la Corporación Arco Iris, a diciembre de 2009 había 67 congresistas elegidos en 2006 que estaban vinculados a la parapolítica, ya sea en la fase de investigación previa, de instrucción, de juicio o ya condenados. Esto equivale al 25% del Congreso.

Por otro lado, la corrupción se potenció también a través del “Agro Ingreso Seguro”, donde se reveló que varios de los beneficiarios del programa eran reinas de belleza y políticos que habían apoyado la reelección. Además, no podemos dejar de mencionar los casos de los “falsos positivos”, donde quedaron al descubierto los crímenes de Estado realizados por las Fuerzas Armadas contra desempleados y jóvenes, cuyos cuerpos eran mostrados como de guerrilleros muertos en combate. Finalmente, también se señaló al Jefe de Estado como el gran promotor de operaciones de espionaje y persecución que padecieron miembros de la Corte Suprema, opositores políticos, abogados que en ejercicio de su profesión se enfrentaban al mandatario, y columnistas que aireaban los grandes escándalos del Gobierno.

Para contrarrestar esta situación y evitar que su imagen positiva se vea ostensiblemente dañada, el de Álvaro Uribe fue un gobierno en permanente campaña. El presidente realizó más de 320 consejos comunales en los que se convirtió en el representante de los ciudadanos frente a la incapacidad del Estado de resolver los problemas. Fue despótico con todo lo que le quitara protagonismo: con los partidos, con los gremios, con las instituciones. Articuló un discurso en el cual había un «enemigo de la patria» y él se erigió como el llamado a salvarla. Gracias a esta visión mesiánica del poder y a que les devolvió la confianza y la tranquilidad a los colombianos, se estableció una relación de dependencia casi paternal de la sociedad ante su líder.

Por otro lado, Álvaro Uribe hizo lo que ningún otro Presidente en la historia reciente de Colombia había hecho: decidió comunicarse de manera directa con el pueblo. Y para eso prácticamente se saltó -o instrumentalizó- a los dos más importantes mediadores entre él y el pueblo: el Congreso y los medios de comunicación. Para Uribe, los medios no eran para establecer un diálogo con los periodistas sobre los grandes temas del país, sino un instrumento para llegarle al pueblo con mensajes de alto contenido simbólico. En todo momento intentó convencer a la ciudadanía de que todas las denuncias contra su gobierno eran calumnias y montajes hechos en su contra por los enemigos de la “seguridad democrática”, que le hacían el juego terrorista a unas FARC que el mismo había arrinconado. Y que esta estabilidad institucional le había permitido crecer al país al 5% entre los años 2003-2007, con un pico de 7,25% en el momento más prospero de su gobierno.

¿Han sido suficientes estas razones para mantener un gobierno viciado de corrupción, omnipotencia e intolerancia? Evidentemente, Uribe supo entender las necesidades históricas derivadas de gobiernos débiles, ineficaces y carentes de un activismo político populista. Sin tocar los vicios históricos de las estructuras socio-económicas y políticas latinoamericanas, como por ejemplo las políticas concentradoras de riqueza o la falta de una verdadera libertad democrática, Uribe encontró una forma pragmática y totalizadora para llegarle a un pueblo que en el año 2002 se encontraba gravemente desesperanzado.

Sin embargo, las guerras tienen términos, el crecimiento económico no es igual al desarrollo si las bases no son sustentables, y la cohesión social se desintegra cuando la corrupción enraizada se perpetúa a la vista de todos. Esperemos entonces que el pueblo colombiano haya aprendido y madurado. La educación, el entendimiento y la ética racional serán los otros componentes que permitirán dar el salto cualitativo necesario para lograr una Colombia verdaderamente democrática y equitativa.