Publicado en el diario BAE, 28 de Octubre de 2008.
Autor: Pablo Kornblum
El domingo pasado, el partido del presidente Lula obtuvo resultados diversos en el ballotage que eligió a los alcaldes en las principales ciudades del país. En San Pablo, el actual alcalde, Gilberto Kassab, del conservador partido Demócrata (DEM), recibió 61% de los votos válidos, frente a 39% de la candidata del PT, Marta Suplicy. En cambio, en Belo Horizonte, Marcio Lacerda, del Partido Socialista pero aliado al PT, se imponía con el 59%. En Río de Janeiro en tanto, por un margen muy apretado, Eduardo Paes (PMDB), aliado allí al oficialismo petista, lideró la elección con 51% de los votos sobre Fernando Gabeira, un ex guerrillero ahora del Partido Verde, con 49%.
A pesar de que la lectura de estas elecciones puede bifurcarse en dos escenarios diferentes, uno con un PT más fortalecido y otro con una mayoría opositora de izquierdas con posibilidades de ser gobierno en las próximas elecciones, la pregunta que se realizan muchos analistas es si realmente podremos observar un cambio de paradigma en la estructura socio-económica del Brasil. La respuesta, si nos sumergimos en la historia reciente del Brasil, probablemente sea negativa.
Las políticas industrialistas que impulsaron los militares en las décadas de 1960 y 1970, sentaron las bases económicas del país. A pesar de contar con una estructura socio-económica desigual, los fundamentos macroeconómicos fueron lo suficientemente sólidos para que las elites brasileñas dejen sentado a nivel internacional la importancia de Brasil, ya sea tanto como potencia regional, como así también como productor y proveedor de materias primas a nivel internacional.
Con el retorno a la democracia, las bases de la política económica no cambiaron. Las malas administraciones y la corrupción gubernamental, solo alimentaron la necesidad de un cambio de rumbo, aunque el destino era incierto ante un mundo que vivía un proceso de crisis estructural.
Muchos creyeron que el cambio había llegado con la victoria electoral de Fernando Henrique Cardoso, que con un pasado brillante como teórico de la izquierda latinoamericana, traería consigo las banderas del cambio radical. Pero no fue así: su gobierno aceptó el juego internacional de las políticas neoliberales de moda, aunque siempre respetando y defendiendo las necesidades de los industriales y terratenientes del Brasil. Las clases trabajadoras, una vez más, quedaron postergadas.
Pero tuvieron su revancha. En los albores del siglo XXI, el obrero metalúrgico Luis Ignacio Lula da Silva se convertía en el primer presidente representativo de los trabajadores del Brasil. Su pasado como sindicalista defensor de los derechos de la clase obrera, logró unificar a las fuerzas de izquierda a través de su Partido de los Trabajadores, alimentando la esperanza de inclusión social y eliminación de la pobreza en todo el territorio nacional.
Pero el tiempo no logró limar las asperezas de las distintas facciones que habían llevado al PT al poder. A la izquierda radical no le alcanzó el incremento de las políticas sociales que mejoraron los indicadores de calidad de vida de las masas; ellos esperaban una reforma de 180° que cambie la relación de fuerzas entre las clases sociales del Brasil. Esta situación nunca ocurrió. Lula mantuvo, por un lado, sus lazos económicos internacionales a través de una política diplomática de excelencia. Pero además, también profundizó el poder de las clases dominantes domésticas a través de la continuidad de las mismas políticas que en las últimas décadas le dieron vigor a las variables macroeconómicas y a las fuerzas productivas del Brasil.
¿Qué pasará de aquí en más, tanto en Brasil como en la región?
Con o sin el PT en el poder, es muy poco probable que observemos cambios ya sea tanto en las políticas de largo plazo, como en la estructura socio-económica y de poder del gigante Sudamericano. La izquierda ha llegado siempre al poder con un discurso tendiente a la confrontación ideológica, pero una vez conquistado el mismo y aunque las políticas gubernamentales han variado desde el espectro más liberal hasta intervenciones más populistas, nunca se han producido cambios en el status quo o en las políticas desarrollistas de largo plazo.
Esta situación trae cierta previsibilidad a la región. Salvó hechos puntuales coyunturales que pueden afectar a las políticas de corto plazo, los países sudamericanos conocen y aprecian la estabilidad macroeconómica que brinda la potencia regional. Por lo tanto, se puede planificar una política bilateral sin temor a encontrarse con sorpresas de tipo cambiario, financieras o comerciales. Si a esto le sumamos una diplomacia que mezcla cordialidad, defensa de los intereses regionales, y liderazgo explicativo de la problemática latinoamericana (desigualdad social, necesidad de liberación comercial de materias primas, deuda externa, etc.), los vecinos sudamericanos podemos dormir tranquilos: el gigante brasileño tiene más aspectos positivos que negativos para ofrecer.