Por Pablo Kornblum para Ámbito Financiero 08-06-2020
https://www.ambito.com/opiniones/racismo/un-mundo-dos-velocidades-n5108153
La creciente entropía, definida por Randall Schweller como el lento pero constante reemplazo del orden por un incremental estado de desorden, marca la dinámica del mundo de hoy: el caos o lo diferente acecha; por ende, los miedos nos hacen buscar cobijo de quien hemos aprendido como nuestro cercano protector. Aquella institución madre, el Estado-Nación, que desde hace siglos rige la insignia de la política doméstica e internacional, y con la bandera, la moneda, o el poder militar, nos hace sentir unidos bajo una misma cultura e idiosincrasia.
Con el paso del tiempo, el ideal descripto se observa falaz, imaginario, para una porción creciente de la población. Ello ocurre porque quienes detentan el poder económico y político, les cuesta aceptar la cada vez más amplia agenda de una sociedad civil multivariada e interesada en nichos específicos. Pareciera ser que les duele, les molesta. Desean que la democracia sea meramente un voto. No pueden apreciar, ni siquiera, que las mayorías no les otorguen el beneficio de la ‘no discusión’ de cambios profundos en el statu-quo. Menos aún, no disfrutan siquiera el “no cuestionamiento” de sus grandilocuentes privilegios. Para su beneficio, el foco de las problemáticas socio-económicas del mundo se han desviado a una lógica individualista, aquella que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han sostiene como el concepto “simultaneidad amo-esclavo, donde hasta incluso la lucha de clases se ha transformado en una disputa hacia el interior de uno mismo”.
Sin embargo, algunos teóricos ya lo han refutado y buscan darle otro sentido a aquel cuestionamiento para con el propio ser: lo que un ser social debería preguntarse es cuál es el involucramiento de uno mismo con lo ocurre en la sociedad. Donde la política está más presente que nunca. Porqué las decisiones acerca de la solidaridad son eminentemente políticas. Ello está ocurriendo hoy en día en los Estados Unidos. El “no puedo respirar” no es de ahora, es histórico. Y no está empeorando, solo es que en la actualidad se graba.
Minneapolis, la ciudad más poblada de Minnesota y donde ocurrió el asesinato de Floyd, es una de las caras más visibles de ello. De mayoría de población de ascendencia escandinava, en la década de 1970 se aprobaron las políticas de crecimiento equitativo, semejantes a las de los Estados de Bienestar que se dieron en los países nórdicos hasta finales del siglo pasado. En aquel momento, cuando el área de Minneapolis era 94% blanca y solo 2% afrodescendiente, era más fácil aplicar y alentar políticas de redes de seguridad social, ya que la mayoría de los residentes sentían a las personas beneficiarias de estos programas como semejantes o pares de ellos.
Al día de hoy, aunque la cantidad de blancos caucásicos ha descendido a menos del 80% de la población total, los indicadores socio-económicos siguen siendo de excelencia para ellos. Incluso en comparación con otras grandes metrópolis de Estados Unidos: el desempleo se encontraba en torno al 4% antes del COVID-19; los estudiantes blancos obtienen las mejores clasificaciones nacionales en lectura, matemáticas y exámenes de ingreso a la universidad; y el acceso a la vivienda es más que asequible con un abanico de flexibles créditos blandos.
Lamentablemente, para el más de 15% de población afrodescendiente, la situación es totalmente inversa. Al 10% de desocupación previo al COVID–19, se le adiciona que un afroestadounidense gana en promedio anual 32.000 dólares (32% se encuentra bajo la línea de la pobreza), mientras que para los blancos caucásicos sus ingresos son en promedio 72.000 dólares anuales (solo el 6,5% son pobres). Más aún, alrededor del 62% de los estudiantes afroestadounidense asisten a las escuelas públicas con los mayores problemas de infraestructura y formación, en comparación con el 10% de los estudiantes blancos. A ello se le debe adicionar que la tasa de encarcelamiento para los residentes afroestadounidenses es once veces mayor que la de los blancos.
Como se ha observado, el análisis situacional nos ha llevado a una necesaria conjunción entre racismo y pobreza. Y ambas variables se encuentran enraizadas en la sociedad estadounidense. El más claro ejemplo se da en términos del hogar propio. En los Estados Unidos, como en una gran cantidad de lugares alrededor del mundo, ser propietario de la tierra es lo que da a las personas estabilidad en sus vidas, construir comunidad, y a partir de allí crear y acumular riqueza. Sin embargo, solo un 24% de los residentes afroestadounidense son dueños de su casa, en comparación con el 76% de los blancos caucásicos (de los cuales muchos son descendientes de veteranos que regresaron de la Segunda Guerra Mundial, consiguieron trabajo, y pudieron comprar sus casas con ayuda gubernamental). Esta es la tercera brecha más grande de accesibilidad de todo Estados Unidos.
Ello tiene correlación con un estudio realizado sobre prácticas crediticias en los bancos más importantes de la ciudad de Minneapolis: los afrodescendientes tienen una probabilidad desproporcionadamente mayor de que se rechacen sus solicitudes de préstamos. Y la realidad demuestra que la brecha en las tasas de denegación de préstamos, no se genera únicamente debido a las características socioeconómicas de los solicitantes, como podría ser el riesgo de crédito o sus ingresos. Hay enormes disparidades y estas ventajas se han institucionalizado. En instituciones que son controladas por los blancos.
Para el presidente Donald Trump, la forma más rápida para tratar de salir de este asesinato que se le ha transformado en un callejón sin salida, fue, en primer término, tratar de “matar al mensajero”. Para ello, ha acusado a los medios de comunicación de ser “los enemigos del pueblo”, firmando además una orden ejecutiva disciplinadora donde autoriza a regular y evaluar si las redes deberían ser legalmente responsables de lo que publican los usuarios. Siempre y cuando no hablen a favor de él, por supuesto: sino vale la pena recordar que hasta no hace mucho tiempo, utilizaba con suma frecuencia la red del pajarito para ningunear a sus opositores demócratas; inclusive con burlas a sus características físicas o personales. Típico de cualquier dictador bananero tercermundista, de una bajeza que se debería encontrar en las antípodas de un estadista. Aunque ello no le importe a sus seguidores. Y eso Trump lo sabe, por ello mantiene grandes esperanzas de ser reelegido: entiende que, por un lado, una gran parte de la sociedad vota al oponente de lo que está seguro que no quiere y, por otra parte, que primordialmente el ciudadano medio estadounidense elige a su presidente defendiendo alguna necesidad puntual propia.
Por ello luego se encargó de designar a ANTIFA como organización terrorista. Otra discursiva que le encanta a su electorado. En este sentido, el Fiscal General de la Nación, Bill Barr, sentenció que “las voces de la protesta pacífica están siendo secuestradas por elementos radicales que desean llevar a cabo su propio programa de violencia organizada. Son grupos anárquicos y extremistas de extrema izquierda que utilizan tácticas de los antifascistas”. En ese sentido, hay que decirlo, no mienten. En general, los miembros de ANTIFA apoyan a las poblaciones oprimidas y protestan por la acumulación de riqueza por parte de las corporaciones y las élites.
Sin embargo, para el presidente de los Estados Unidos, la conjunción de la miseria y el racismo son parte de las nimiedades que no le hacen sombra a sus objetivos macro-elocuentes de triunfalismo geoestratégico. Que es donde se siente más a gusto. Desviando la atención hacia el “siempre redituable” enemigo externo de la política exterior – en este caso disputándole a los rusos la exclusividad de los vuelos tripulados -, y de la mano de sus venerados aliados, las elites económicas (de la que él forma parte) que comandan el mercado. Por ello se lo vio exultante detrás del primer lanzamiento espacial público-privado llevado a cabo por la NASA junto con la empresa SpaceX, del multimillonario Elon Musk. El objetivo, el de siempre: política y negocios de números exorbitantes para unos pocos, pero que son fundamentales para arengar a la mayoría de sus mesiánicos seguidores.
Está claro que para una gran mayoría de la población mundial, que desea la paz, los grandes dilemas de los grupos que viven algún tipo de opresión, cualquiera que sea, deben ser modificados a través del dialogo y la racionalidad. Pero cuando pasan más de dos siglos y las mejoras han sido tibias y marginales, como es el caso del racismo y la miseria que ello conlleva, el hartazgo toma la delantera. Y ello no es solo exclusivo de los Estados Unidos. Podemos trasladarlo a la guerra eterna entre Israel y Palestina, o a la propia disputa por la tierra de nuestros pueblos aborígenes. La variable disparadora (sea la raza, la religión, o la cultura ancestral), que se entremezcla y se potencia con la pobreza y la miseria, solo deriva en un incremento exponencial de las tensiones sociales, la bronca y la angustia contenida.
En definitiva, nos encontramos en un mundo a dos velocidades: mientras algunos persiguen denodadamente la carrera espacial del siglo XXII, otros todavía se encuentran embebidos en una “Cabaña del Tío Tom moderna”, peleando por su mero derecho a la vida. Como ocurrió en el Siglo XIX, cuando los abolicionistas estadunidenses deseaban terminar con la legislación que decía que “un negro, libre o esclavo, debe equivaler a las tres quintas partes de un hombre (blanco)”.
En este aspecto, la velocidad para con la propagación de la acumulación de capital, ha sido mucho más veloz y de manera más desenfrenada, que la de los derechos civiles, raciales o religiosos, los cuales tuvieron (y todavía tienen), sus avances y retrocesos. Será que aquí, a diferencia de la indiscutida lógica sistémica de ingente enriquecimiento sistemático de las elites gubernamentales y corporativas transnacionales – con algún escaso efecto derrame solamente beneficioso para algunos sectores económicos y grupos de ciudadanos puntuales de la sociedad global -, todavía hay fuertes discusiones políticas y puntos contrapuestos.
¿Sería lógico que sea a la inversa? Porqué los derechos de cualquier ser humano no deberían ser discutidos a esta altura del Siglo XXI, a diferencia de la forma en que creamos y distribuimos la riqueza en un mundo cada día más desigual. Por ahora, solo se sigue llorando la muerte de Floyd. Y lo único que es seguro es que si el día de hoy se levantará de su tumba el enorme cantante afroestadounidense Louis Armstrong, tendría un enorme resquemor para cantar “What a wonderful world”.