Pablo Kornblum para Ámbito Financiero, 12-12-2019
El incumplimiento del pago de una deuda es tan antiguo como la historia misma. Antes del siglo XIX, los defaults se producían mayoritariamente por eventos extraordinarios, como guerras y revoluciones. A partir de entonces, su principal bandera ha sido la lógica financiera, pero siembre en conjunción con intereses geopolíticos que implican una interdependencia compleja de análisis. La mayoría de las 250 cesaciones de pagos de deudas soberanas desde 1800 hasta el año 2000 que requirieron una reestructuración, han tenido su correlato con la dinámica del statu-quo sistémico: una rentabilidad suntuosa reflejada en una elite concentrada trasnacional, la cual se ha tornado acreedora permanente de gobiernos cómplices que perjudican a los más débiles.
El abanico de casos es tan grande como la geografía global. Por ejemplo, en la reestructuración ucraniana de 2015, el gobierno de Kiev hizo uso de todas las opciones disponibles: quita de capital, extensión de plazos con periodo de gracia, aumento de la tasa de interés y la emisión de un bono atado al crecimiento, similar al Cupón PBI que utilizó Argentina en 2005. Aquí el FMI ha ocupado un rol sustancial. Los acreedores privados no aceptaban un recorte de capital mayor al 5%, mientras Ucrania aspiraba a una poda del 40%. En este sentido, la presión del organismo multilateral de crédito apéndice de los Estados Unidos fue clave para que los grandes Fondos de Inversión (entre los que se encontraban nuestros conocidos Franklin Templeton y Black Rock) dieran su aval a una quita del 20%. No sea cuestión, pensaban desde el imperio, que el detrimento macroeconómico ucraniano se contraponga con un fortalecimiento geopolítico del enemigo ruso.
El otro elemento clave en Ucrania ha sido su casi simultaneidad con la decisión de la ONU de poner un límite al accionar de los ‘Fondos Buitres’. En aquella resolución, se dictaminaba que un Estado soberano tiene derecho a elaborar sus políticas macroeconómicas, incluida la reestructuración de su deuda soberana, sin que sea frustrado ni obstaculizado por medidas abusivas. Pero específicamente, se debía respetar la decisión de la mayoría en los casos de canje de deuda, de manera de evitar que un número ínfimo de acreedores pueda accionar contra una reestructuración y promover el embargo de los bienes de un país, como embajadas o embarcaciones (como bien lo hemos sufrido con la Fragata Libertad en el puerto de Ghana). Podríamos decir que ha sido una justa y racional medida de la principal institucional global; lamentablemente, la misma se encuentra embebida en el ninguneo y el destrato de una lógica internacionalista vapuleada por la logia que representa la elite financiera/política/judicial trasnacional.
Ello también se vio claramente reflejado en uno de los mayores default de la historia, como ha sido el de Grecia en el año 2010; en aquel momento, la deuda soberana griega había escalado hasta los 320.000 millones de euros. El país europeo, quebrado por la crisis financiera que estalló en 2008 y sin poder financiar más un gasto público que se había incrementado un 50% entre 1999 y 2007, realizó un referendo donde el 61% de los electores votaron por el «No» a los ajustes exigidos por la denominada ‘Troika’. El resultado era previsible: la mayoría de los griegos no había vivido la ‘fiesta de los Euros’, ya que los préstamos internacionales habían sido licuados por unas elites políticas y economías evasoras y corruptas.
La Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI, rechazaron de cuajo la decisión democrática: sin importar las consecuencias socio-económicas, los principales acreedores, los más renombrados bancos europeos (alemanes sobre todo, donde reside el motor económico del viejo mundo) y estadounidenses, debían cobrarse sus deudas. Evidentemente, mientras las ganancias se habían concentrado en una elite financiera, las pérdidas se socializaron a través de fuertes medidas de austeridad, como por ejemplo la reforma del mercado laboral. Las consecuencias, a la vista: una década después todavía se observa un mercado interno deprimido, el desempleo más alto en la región y, por supuesto, una creciente desigualdad social.
En el fondo, la geopolítica denotaba la otra gran problemática: encontrar el equilibrio justo entre el repago de los compromisos y la tensión social que podía implicar la salida del Euro – en aquel momento la temática en boga de los mercados y los líderes regionales -, con nefastas consecuencias económicas y un temor al ‘efecto contagio’ de otros actores estatales que en aquel momento también se encontraban en graves problemas financieros (Portugal, España, Irlanda). Finalmente, Europa le torció el brazo al pueblo griego y el gobierno a cargo del premier Tsipras decidió que el ajuste prevalezca sobre una potencial salida de la Unión Monetaria. Lo interesante es que aquel dilema geopolítico con tintes dramáticos se contrapone con lo que está ocurriendo años después con el Brexit, donde el dilema británico no se encuentra directamente vinculada ni con el Euro, ni con la deuda soberana. Evidentemente las complejidades y la enorme cantidad de variables en juego se conjugan tanto a nivel internacional, como a nivel doméstico.
Ello se observa de forma similar en las discusiones que se han planteado dentro del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), el Organismo creado en el año 2011 que tiene como objetivo ayudar a los Estados miembros de la Unión Europea que se encuentran en graves dificultades financieras. Italia es el país apuntado en la disputa actual: con las nuevas reglas se afectaría directamente al valor de su deuda soberana, principalmente dadas las facilidades que se incluirían para con la reestructuración de sus pasivos públicos que al día de la fecha ya superan el 130% de su PBI. En este aspecto, los países nórdicos ya han puesto el grito en el cielo: son contrarios a compartir cualquier tipo de riesgo con los ‘países del sur que no son de fiar’. Culturas más proclives al trabajo versus ‘vagos improductivos’, se podría decir. Una retórica discutida y peligrosa, pero más actual que nunca y que impacta de lleno en el financiamiento y posterior repago de las deudas intra-regionales.
Más al sur, las problemáticas parecen acrecentarse. La denominada por muchos ‘ilegitima’ deuda de Mozambique que salió a la luz mundial en el año 2017, tiene aristas de un negociado financiero con ribetes de colonialismo del siglo XX: empresas de alimentos y militares financiadas por bancos europeos (como por ejemplo los 500 millones de dólares otorgados por el Crédit Suisse para el desarrollo de una empresa nacional de Atún), gerenciados por compañías ligadas al gobierno francés, bajo el manto de un enorme desvío de los préstamos con, al menos, la complicidad de las más altas autoridades del gobierno mozambiqueño.
Poco han importado el bypass ilegal realizado al parlamento nacional, o la falta de capacidad para generar procesos productivos verdaderamente viables y provechosos para la generación de bienes y empleo que favorezcan a la mayor parte de la ciudadanía. Peor aún, dado que la deuda pública había llegado al 120% del PBI y Mozambique se tornó incapaz de honrar sus reembolsos, los acreedores propusieron una reestructuración que fue aceptada por el gobierno; un repago que compromete fuertemente a una producción gasífera de enorme potencial, ya que implicaría una fuga de recursos contraria a los intereses de una población que tiene ingresos promedio de 150 dólares mensuales. Por las dudas, empresas británicas, estadounidenses e italianas, con la conveniencia del gobierno mozambiqueño, ya se encuentran operando en la zona.
Por nuestras latitudes, el caso de Venezuela tiene ciertas similitudes con el descripto país africano. Las posibilidades de que el gobierno se declare en default se diluyeron de forma inversamente proporcional al involucramiento masivo de China y Rusia en la dinámica económica venezolana, sobre todo luego del intento de derrocamiento del presidente Nicolás Maduro promovido por los Estados Unidos y los grupos insurgentes domésticos a principios del corriente año. La pelea por los recursos naturales estratégicos – de eso se trata ciertamente, no del bienestar de la mayoría del pueblo venezolano -, le ha permitido reperfilar permanentemente los casi 80.000 y 20.000 millones de dólares de deuda que tiene con los acreedores chinos y rusos respectivamente. El costo no es menor, pero es el único que permite la supervivencia de un régimen asediado financiera y operativamente por los Estados Unidos: ceder a todos los requisitos de las potencias aliadas para con la obtención de los bienes tan preciados que provee la geología del país caribeño.
Para el resto de los Holdouts involucrados en el financiamiento venezolano, el aprovechar las altísimas tasas de interés o el comprar bonos a valor usurario (como los que se ofrecen de PDVSA), saben que solo conlleva a un futuro litigio espurio: una macroeconomía seriamente dañada en términos financieros y productivos (la inflación de cuatro dígitos no brinda margen alguno de racionalizar algún tipo de devolución seria de un préstamo), y una institución gubernamental que no puede brindar ningún tipo de previsibilidad o estabilidad de mediano plazo cuando se produzcan los vencimientos, les implica a los Fondos Buitre el demostrar toda su pericia para articular un trabajo conjunto con las elites políticas/judiciales/mediáticas, que les permitan obtener el mayor rédito financiero posible. Más allá de todo, sus detractores de la oposición venezolana sostienen que la posición de Maduro ante los acreedores solo es comparable con la que tenía el ex presidente comunista de Rumania Nicolás Ceausescu: mientras su población pasaba hambre durante años, él cumplía religiosamente con el pago de la deuda externa.
Luego de lo descripto, podríamos afirmar que la lógica del endeudamiento tiene aristas específicas para cada situación geográfica e histórica en particular, como así también dependiendo del monto recibido o la capacidad de repago de cada actor estatal. Lo que sí es generalizado es la dependencia que el préstamo genera, en mayor o menor medida, para cada uno de los deudores. Por otro lado, se encontrará en la idoneidad técnica y moral de cada gobierno su utilización: para acumular capital, generar divisas, repagar deuda o avalar la fuga del préstamo. Y su complemento con el resto de las políticas económicas exteriores y domésticas nos dirá, en el largo plazo, si la decisión de tomar deuda y su posterior renegociación ha sido beneficiosa para con las futuras generaciones.
Lamentablemente, el desarrollo institucional macroeconómico, social y productivo de nuestro país, lejos se encuentra de Suiza, Bélgica, Noruega, Finlandia, Corea del Sur, Singapur y Nueva Zelanda, los países que siempre han honrado en tiempo y forma sus deudas soberanas. Podemos esgrimir que subestimamos la capacidad de repago en términos de la dinamización del aparato productivo exportador, que los acreedores privados tendrían que haber sabido de las dificultades financieras del país y por ende son corresponsables de la necesaria reestructuración, que habría que haber activado el Swap Chino en lugar del desesperado salvataje de 50.000 millones de dólares provisto por el dúo Donald Trump/FMI – y cuyo objetivo era evitar el ‘avance del comunismo en Sudamérica’ -, o que el tomador del préstamo fue el gobierno anterior y no se puede honrar las deudas sin crecimiento económico y a costa de la miseria del pueblo argentino. En definitiva, la realidad es que las cartas están echadas y ahora hay que jugar. En el mientras tanto, nunca es tarde para desempolvar el libro del recordado Aldo Ferrer y volver discutir a futuro, si queremos – y podemos – “vivir con lo nuestro”.